25 mar 2024

Damián Ortega, El regreso del conspirador (2011)





El regreso del conspirador¹

La exposición de Damián Ortega en la galería kurimanzutto² marca el regreso de uno de sus artistas más importantes internacionalmente, pero menos conocidos en México. ¿Dónde estaba Damián? 
Por Roberto García Hernández³




–Qué bueno que llegaste justo ahora, te va a tocar el cristalazo– dijo José Kuri, fundador de la galería Kurimanzutto, antes de mi entrevista con el artista Damián Ortega, quien acababa de terminar el montaje de su exposición, la primera individual tras una larga ausencia en México. Ortega estuvo más de una década fuera, tiempo en el que su trabajo pasó por algunos de los centros más importantes de arte contemporáneo como el Centre Pompidou en París o Tate Modern en Londres. Y justo en ese momento se preparaba para destruir un vidrio como última pieza de esa exposición.
A la entrada de la galería se construyó un muro con tres ventanales. Damián quebraría el del centro con un punzón de metal. Hizo pruebas golpeando de manera directa sobre el cristal y posteriormente ensayó lanzándolo a la pared para ver si rebotaba, ya que se trataba de un vidrio con una película protectora. Tras varios ensayos, el cristal se rompió con sorpresiva facilidad. Durante los minutos posteriores al impacto sólo se escuchó el crujir de las esquirlas en el suelo. La obra se llama China, Nuevo León. Damián explica: “José me mandó una imagen del periódico Reforma y venía esta, un edificio de oficinas en la calle de China, el vidrio estaba quebrado como lo está ahora, sólo se veía un interior y un exterior, sin ese cristal que separa una cosa de otra. Se hace una masa en el centro, el vidrio se reorganiza o redistribuye en el piso. Pensé que sería interesante presentar algo que puede tener mucho sentido para mí como un signo de este momento en México, una imagen de mi experiencia de susto o paranoia a partir de la información que uno recibe de los medios que me genera tensión al venir a México, regresar a exponer, un retrato contemporáneo de mi propia experiencia”.
Junto con el clima imperante de violencia que los medios reproducen (al cual la pieza alude de manera feroz), esta tensión también tiene que ver con el regreso mismo de Damián, que ha estado fuera tanto tiempo. Nació en 1967 y forma parte de una generación que le dio un giro radical a la escena del arte en México. Esta camada —artistas como Abraham Cruzvillegas, Eduardo Abaroa, Gabriel Kuri o Daniel Guzmán, entre muchos otros— abrió canales de distribución de ideas alternativas, se aventuró en prácticas cuyos antecedentes aquí eran escasos, formó asociaciones y le imbuyó un espíritu y energía frescas al arte. Sin embargo, a principios de la década pasada Damián salió del país. Su currículum incluye la Bienal de Venecia en 2003, White Cube en Londres, el MoCA de Los Angeles, la residencia DAAD en Berlín (una de las de mayor prestigio del mundo) o el ICA Philadelphia, que propulsó de inmediato al ojo público una de sus obras emblemáticas: Cosmic Thing, un vocho modelo 89 desarmado y suspendido como si se tratara de un diagrama de ensambladura. Su retorno, además de tensión, arrojaba curiosidad: la obra de Damián habla mucho de su origen y su proceso como artista mexicano y, no obstante, el tipo y tamaños de las piezas que ha realizado en los últimos diez años obnubilan su visión como tal: hablamos de un artista plenamente internacional. ¿Con exactitud qué presentaría alguien, cuyas obras más importantes nunca han pasado por su propio país, donde sólo se han visto algunas piezas sueltas en exposiciones colectivas?, ¿cómo lidiaría con el regreso a una ciudad, cuya presencia se adivina en su trabajo, pero con la que existe una relación conflictiva? y, sobre todo, ¿quién es este artista, cuyo maestro fue Gabriel Orozco y con quien tanto suelen relacionar su trabajo?

Damián Ortega nació en una familia liberal, de izquierda. Su educación corrió a cargo de, como él mismo lo define, “un experimento de escuela activa”, un grupo de padres organizados para hacer una escuela experimental, una comunidad interesante de gente que hacía sus pininos en los sesenta. “En aquella época no era nada usual hacer yoga o ser naturista, era gente rara”, dijo. Se trataba de un experimento pedagógico y también económico, en el que los propios padres daban clases y permitían la entrada a chicos con problemas graves, crearon condiciones de trabajo y comunicación favorables. “No es algo que yo elegí”, dijo como deslindándose en broma de su propia educación, pero retoma el tono jovial, “fue muy loco, muy desordenado, había mucha creatividad, podías pasar de año si querías, no entrar a clase o quedarte haciendo una cosa durante todo el año”. Sonaba a un ambiente de gran libertad, niños muy seguros de sí mismos. Quise saber si desde entonces tenía pensado ser artista.
“Siempre. Era muy tímido, me daba pena todo, dibujando era la forma en que me hacía presente”. 
Su papá, Héctor Ortega, era actor, escribió un par de películas y obras de teatro e incluso trabajó con Alejandro Jodorowsky; su mamá era maestra de escuela. Su primer acercamiento al arte, no obstante, fue por medio de la caricatura. “Mis jefes lo aceptaban pero había algo raro porque no era el arte, era una especie de trabajo de flojo -rio-, siempre fueron muy o demasiado confiados en lo que estaba haciendo”. Su papá le presentó a Rafael Barajas El Fisgón, mordaz caricaturista del periódico La Jornada a quien comenzó a visitar los sábados. En una especie de taller abierto, aunque caracterizado por una enorme seriedad por parte de Barajas, revisaba su trabajo y le enseñaba historia de la caricatura. Allí conoció a Abraham Cruzvillegas, niño comerciante, caricaturista y estudiante de la carrera de pedagogía en la UNAM. José Kuri me dijo que antecedentes como los de Damián son fascinantes porque el arte hecho por artistas salidos de las escuelas puede ser muy homogéneo, algo chato. “Su formación inmediata no son los libros sino la caricatura, que a final de cuentas es lo más valioso que ha tenido este país, ¿quién más importante que Posadas u Orozco?”.
Damián visitó la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM para ver si tenía sentido siquiera acabar la prepa, de la que estaba harto. Kuri agregó: “nunca le gustó mucho la escuela”. Su reacción no pudo ser peor: “no me interesaba ser este tipo de artista, no me interesaba lo que se está haciendo aquí, me pareció muy aburrido, muy repetitivo, muy ensimismado, era la época en que sólo había pintura, no había energía, no sentía nada estimulante, decidí que tenía que salir y formar mi propia carrera, concebirla”, dijo. Por la relación de su papá con Jodorowsky, Damián tuvo la idea que tendría que trabajar con un maestro, alguien de cuya experiencia pudiera abrevarse directamente. Después de buscar por un tiempo se cruzó en el camino de Gabriel Orozco.
En 1962 los padres de Damián se mudaron a Xalapa para montar una obra y a Héctor Ortega le recomendaron buscar a Mario Orozco Rivera, pintor y muralista quien posteriormente sería jefe del taller de Siqueiros. Héctor fue a verlo y al llegar a su casa apenas pudo cruzar palabra con él. Iba de salida rumbo al hospital, su esposa Cristina estaba a punto de dar a luz: se trataba de Gabriel.
Años más tarde, cuando Damián estaba buscando un maestro, su hermano le recomendó ir a ver a Gabriel, a quien conoció de la ENAP. “Ve a ver a este güey, llegó muy cagado, trae ideas muy raras, está divertido”, le dijo. Gabriel se había ido a estudiar al Círculo de Bellas Artes de Madrid. Allí comenzó a experimentar con la instalación y la fotografía. Damián tocó el timbre de su casa y le pidió trabajar con él, le enseñó su trabajo, y Orozco le propuso invitar a más gente. Damián llevó a Abraham y después se les uniría Jerónimo López (alias Dr. Lakra). Gabriel Orozco invitó a Gabriel Kuri. Así, entre la coincidencia y la casualidad, se forma, en la casa de Gabriel, en Tlalpan, un taller seminal para las artes plásticas en el México de finales del siglo XX y una de las historias más entrañables en lo que se refiere a artistas que construyen sus propias condiciones de trabajo. Era 1987.
Durante cuatro años, cada viernes se reunieron para trabajar y discutir la obra de los demás. Al mismo tiempo, Damián asistía como oyente ocasional a la ENAP, donde la disciplina de trabajo, basada en el aprendizaje técnico de un maestro le pareció una forma de fatigar al alumno, ablandarlo, ponerlo a prueba: “No es una forma generosa de entrar a la escuela, lo sería más provocar a todo mundo con acciones, con gestos, con ideas”, dijo. 
El taller con Gabriel Orozco era otra cosa: tenía una energía propia, era muy libre, lúdico. Además de un espacio de diálogo y trabajo personal, en el llamado Taller de los Viernes compartían catálogos de exposiciones, libros, discos, cassettes y caminatas; aventaban la piedra con acciones que, como experiencia más que como obra, era imperante tomar, como cuando el grupo atiborró una vulcanizadora abandonada con dibujos, pinturas, fotos y esculturas. Aunque se ha dicho que el taller era todo menos formal y que se limitaban a beber cerveza mientras hablaban de la obra, Damián desmiente este mito: “al principio, el taller era superacadémico, era aprender a pintar con veladuras”. En aquel entonces, Gabriel se encontraba trabajando en una serie de íconos de madera en los que pintaba con óleo. No sólo tenía el bagaje de haber estudiado pintura en la ENAP, también tenía la herencia de su padre. Inicialmente, Damián quería aprender a pintar, tenía la idea de hacer una carrera como muralista a partir de la caricatura, hacer un arte público. Paralelo a este proceso, trabajó como caricaturista en la revista de la UNITEC, Motivos del PRD, La Jornada y la Revista Rino, en la que tuvo que tomar dos cuadros de Rogelio Naranjo como rehenes para que le pagaran. La caricatura pagaba el arte, pero a un precio alto: los conflictos entre disciplinas aparecieron. En su ambiente liberal había una idea de hacer arte, y un trabajo como el que producía en el taller en aquel entonces era leído fácilmente como payasadas, un modelo extranjero o, en resumen, una burguesada. El mismo Fisgón le dijo que su incursión en ese tipo de arte le parecía una estupidez y que se concentrara en la caricatura. Ocurrió un divorcio, a tal grado que adoptó un pseudónimo para hacer caricatura. En estos tiempos Damián hacía pintura sobre láminas, como rótulos. Justo el año en que Gabriel comenzó a trabajar con objetos, Ortega empezó a doblar el metal, a saltar a un espacio tridimensional, un espacio al que él se refiere como “más real”. Entonces se cruzan los cables: comienza a trabajar en piezas más políticas y a hacer caricaturas más, en sus propias palabras, “pacheconas”. Su tira Finísimas personas, aparecida en Rino y El Chahuistle, son el mejor ejemplo en caricatura, mientras que en su trabajo como artista, la narrativa y el humor empezaron a dar resultados interesantes. 
En Pico cansado, de 1997, tomó el mango de un zapapico y lo cortó en rebanadas para obtener fragmentos similares a los de una espina dorsal que, una vez recuperada su forma original, lejos de proyectar la imagen heroica de la herramienta al servicio del trabajador, mostraba una forma orgánica, flácida, agotada y recargada contra una grieta en el suelo. En Prometeo, 1992, basada en una caricatura de Ahumada (con quien Ortega estudió pintura al óleo), una vela diminuta es colocada dentro de un foco. Estas piezas hacen un comentario político y al mismo tiempo se burlan de una cierta idea de arte socialmente comprometido con la que Damián comenzó su interés como artista y que era necesario destruir para continuar, pero de la que también había que reírse. En América Letrina, de 1997, Ortega materializa una caricatura de Helio Flores de 1975: un inodoro en forma de Latinoamérica propiedad del Tío Sam. En Stalinismo, 1994, un conjunto de letras de metal rezan el título de la obra con la excepción de la letra T, que por su forma es la única que no puede mantenerse en pie y deja leer “Salinismo”. Quizá estas obras tengan una pinta de chiste visual, no obstante, son declaraciones que marcan distancia tanto en el terreno escultórico como político. “Un buen chiste puede cambiar tu forma de ver un objeto, eso me gusta, el momento del clic, cuando le cambias los polos a las cosas, reírte de la fragilidad de algo que está pasando y que parece inmóvil”.
El Taller de los Viernes se dio por terminado en 1991. Gabriel inició una prolongada serie de viajes a lo largo de toda esa década empezando por Nueva York. Su partida significó volver a organizarse, seguir desaprendiendo en otras partes. Ni la dinámica ni el contacto se perdieron, el grupo, más bien, entró en otro nivel de trabajo.

Entre los relatos sobre el arte de los noventa producido en la Ciudad de México que comenzaron a surgir desde mediados de la década pasada, es común escuchar los nombres de ciertos artistas como los forjadores de una efervescencia plástica: por un lado, están los extranjeros radicados en México (Francis Alÿs, Melanie Smith o Thomas Glassford), luego, la gente que se reunió en Temístocles 44 (Daniel Guzán, Eduardo Abaroa, Pablo Vargas Lugo) y, finalmente, toda la gente que circuló en La Panadería, temerario espacio de arte fundado por Miguel Calderón y Yoshua Okón. El nombre de Damián Ortega, no obstante, no suele figurar demasiado entre ellos a pesar de pertenecer a dicha generación y de estar asociado directamente con sus actores. Sobreviviendo como caricaturista, con una formación alternativa como artista y una obra entre dos aguas, ¿dónde estaba Ortega en medio de todo esto? Cuando le pregunté a José Kuri, su galerista, la respuesta fue muy sencilla: “Damián estaba trabajando en su estudio”.
Cuando el artista estadounidense Bruce Nauman salió de la escuela, mencionó dos grandes problemas en su formación: no tener mucha retroalimentación o diálogo y pasar demasiado tiempo en su estudio, sin materiales y sin saber qué hacer aparte de tomar cantidades enormes de café. Damián se encontraba en la misma situación. Revistas como Poliéster o Curare giraban alrededor de otros grupos de artistas, como pintores neomexicanistas o los Quiñones, que tenían mucho auge en ese entonces. El grupo de Damián, todos rondando los veintitantos años, no tenía los ojos de la crítica encima. Aunque reconoce que su trabajo no estaba del todo maduro en aquellos tiempos, Ortega dejó escapar un tono algo incómodo: “no es que hubiera mala onda con la gente que tenía los foros, pero sí había algo muy raro con la falta de interés. Es algo que sigue pasando, mucha gente no va a ver los estudios, no está interesada en seguir qué es lo que está pasando. Todo es de oídas, éste es bueno, éste es malo y se acabó, todo depende de una referencia, no del rigor o la dinámica de dialogar con un artista para saber qué está haciendo. No sé cómo decirlo, porque no quiero quejarme, pero sí era muy extraño no tener una respuesta en cuanto a lo que haces, recibir una opinión”. En 1995, el Museo de Arte Moderno organizó la exposición “Acné o el nuevo contrato social ilustrado”, curada por Patrick Charpenel y Carlos Ashida. Todos los artistas formaban parte del círculo de Damián, pero él no fue incluido, ni siquiera habían visto su trabajo. Esta experiencia fue clave, significó darse cuenta de que quizás había que recomenzar su trabajo, concentrarse más, arriesgarse a vivir de eso.
Niño problema de familia liberal, Damián abandonó la casa de sus padres y aplicó un rigor definitivo. Sin más recursos que los objetos de su departamento y la voluntad de transformarlos y reubicarlos, pasó jornadas eternas a solas trabajando, sin salir. Damián estaba pagando horas extras: “En la noche todo el mundo salía de desmadre y yo me quedaba a trabajar. Me daba cierto orgullo, por la necesidad de saber que yo tenía que concentrarme, aunque también deliré en muchas cosas que no he sacado”. Hizo una pausa y contó que este proceso personal llevado al límite causó que lo corrieran de donde vivía: “Una vez una de las hijas del dueño me vio haciendo una pieza donde me disfrazaba de un pinche mono —rio– y dijo: 'Este güey está completamente orate' y me pidieron el departamento —más risas—. Son experimentos que tiene que haber, privados, no todo se expone ni se saca, pero hay que hacerlos, para eso está tu espacio”. 
Un reflejo de este desarrollo neurótico es Puentes y Presas (Autoconstrucción), de 1997, una serie de esculturas en las que apiló y amarró con mecate cualquier cantidad de muebles y objetos en su sala de manera frenética. La decisión de trabajar con sus propias pertenencias se debía, simplemente, a que no tenía dinero y a que eran las cosas que conocía, con las que vivía. Esta estrategia de trabajo surgida como una alternativa a su entorno y circunstancia, a la fecha, permanece como parte de su proceso y sigue permeando su obra. Sean sus primeras piezas hechas en un espacio reducido o instalaciones de salas enteras, existe una idea de escala doméstica constante. En América nuevo orden, de 1996, pinta el rótulo de una batería de coche América sobre un conjunto de ladrillos y los numera por detrás. El reordenamiento de los tabiques desfigura la imagen y queda en un punto extraño entre el comentario político y la investigación dura. 
Esta obsesión por la clasificación, separación y enumeración de los elementos es un carácter permanente en su obra, como en Controlador del universo, 2007, en la que una infinidad de herramientas colgadas del techo, como en una explosión, invade el espacio de la galería White Cube en Londres. Alejadas once años entre sí, ambas piezas apuntan a la mano del artista en diferentes dimensiones pero, aún, en la misma escala. El mismo Ortega confiesa que, de hecho, una vez que tuvo presupuesto, tras conseguir una beca del Fonca, lo que hacía se volvió más difícil: “La lógica de decir: 'Trabajo con lo que tengo o con lo más barato' cambia, ahora tienes opciones, tiene que haber más voluntad y conciencia de lo que tienes, pierdes el control, estaba agobiado de tener posibilidades”.

Todos los artistas tienen un momento en el que dan el salto, en el que las cosas empiezan a suceder, como un gong que suena tras años de avisar. José Kuri afirma que en Damián este momento ocurrió cuando no tuvo ansiedad ni prisa por figurar y empezar a exponer en los años noventa, cuando todo el mundo estaba acaparando espacios y teniendo mucha visibilidad. Los resultados de cinco años de este balbuceo y experimentación quedaron en “Reglas e Instintos”, una pequeña exposición de 1997 en la extinta galería Art & Idea, que daba cuenta de un proceso de trabajo íntimo y que caracterizaría la mayor parte de su producción en los noventa. Las cosas empezaban a moverse. Solo y con su obra, no obstante, Damián nunca perdió el contacto con Gabriel Orozco, con quien sostenía discusiones sobre su trabajo cada vez que venía de fuera. Antes de seguir, Damián aclararía: “una vez me preguntaron si estaba tratando de alcanzar a Gabriel cuando me empezó a ir bien. Y no es eso, yo nunca he estado lejos de él, siempre hemos estado trabajando juntos, no hay una rivalidad, yo le tengo mucho cariño y mucha admiración, él me apoyó mucho”. Es precisamente por medio de él que Damián comienza a salir. Ese mismo año, 1997 participó, al lado de Guillermo Santamarina, los hermanos Manuel y Mauricio Rocha y Gabriel Kuri, en “Lines of Loss”, muestra colectiva en Artist's Space , un lugar de tradición alternativa en Nueva York. Esta exposición fue crucial, le hizo ver que no se trataba sólo del reconocimiento local, sino también de fuera: “Fue muy agradable, eso me sostuvo emocionalmente durante mucho tiempo”, dijo. 
Dar el siguiente paso y emprender el viaje fuera de México estuvo directamente relacionado con lo que estaba pasando con la apertura de kurimanzuto. José Kuri estudió en Nueva York y Mónica Manzutto trabajaba en la galería Marian Goodman, que representaba el trabajo de Gabriel Orozco. Entre los tres iniciaron el proyecto en 1999. Desde la perspectiva de Ortega fue algo natural que se tenía que cubrir dentro de un grupo de amigos. Tanto galeristas como artistas fueron creciendo juntos, y constancia de ello son sus primeras exposiciones, proyectos increíblemente arriesgados no sólo por el tipo de obra, sino por el tipo de espacio que una galería supone. Su primera exposición, “Economía de Mercado”, ideada por Gabriel, fue en un local del mercado de Medellín de la colonia Roma. Meses después, su segunda exposición, “La Sala del Artista” fue una colectiva montada en una tienda de la calle Amsterdam, en la colonia Condesa.

Damián abandonó México. En 2001 obtuvo una residencia en Oporto, Portugal, y después viajó a Brasil. Durante su estancia, Damián contó que sintió una enorme curiosidad por una cultura en esencia generosa e inmediata. Con esto en mente, organizó otra de las exposiciones más audaces en los inicios de Kurimanzutto: “Elephant Juice (Sexo entre Amigos)”, una muestra colectiva de 2003 montada en el restaurante Los Manantiales en Xochimilco, en el que la obra era dispuesta en estructuras de construcción circulares como en una feria popular. A partir de estos años, Ortega desarrolló las exposiciones que, quienes seguimos su carrera por las vías de comunicación a la mano, conocemos como sus piezas icónicas: Cosmic Thing en el Institute of Contemporary Art de Filadelfia en 2002, Spirit and Matter en White Cube en 2004, The Uncertainty Principle en la Tate Modern en 2005 (una de sus exposiciones con mejor recepción e, irónicamente, una cuyo proceso describió como “un caos brutal”) o Champ de Vision en 2008, una instalación en la que miles de círculos translúcidos flotando en el Space 315 del Centre Pompidou dejan ver la imagen de un ojo como si se tratara de un impreso con el grano reventado. En 2006, Ortega se instaló en Berlín al obtener la residencia DAAD. La historia del artista que sale de su país y se vuelve un nómada contemporáneo, además de conocida, suena similar a la de otros artistas de su generación, empezando por el mismo Gabriel. Sin embargo, Ortega echa mano de una especie de juego doble que resiste a estas clasificaciones: por un lado, buena parte de su trabajo alude a métodos de construcción y clasificación comunes del habitante del Distrito Federal. Por el otro, más a fondo, lo que caracteriza estructuralmente a Ortega es una enorme capacidad de relacionarse con los objetos y las herramientas propios del lugar donde trabaja, de sumarse a la energía y al modo de hacer locales, una forma de hacer las cosas que no es aprendida de forma racional sino aprehendida, un remanente de la supervivencia. “Me gusta copiar la inteligencia o conocimiento popular”, ha dicho. Así es como ha explicado Cosmic Thing: aquí las autopartes exhibidas cuelgan del techo, y el vocho es un auto que cualquier aficionado puede reparar tan sólo con tan sólo consultar el manual. Ante el cliché de lo mexicano, la obra de Ortega responde como un complejo de fuerzas que se imponen a los problemas, como él mismo ha escrito: “Con habilidad y picardía”. José Kuri apuntó: “Con que tu obra impacte a tus cuatro amigos es suficiente”.
¿Pero cómo funciona una estrategia así en contextos tan distintos? En Brasil, Damián cuenta que hay espacio para todos porque todo es un caos, a diferencia de Europa, donde hay espacio para todos porque todo es historia. Le pregunté si esta facilidad para trabajar ha modificado su proceso en los últimos diez años al no haber algo a qué oponer resistencia, por ejemplo, en Berlín, donde vive actualmente, con viajes eventuales a México: “Sí —rio—, exactamente fue lo que pasó, en el momento en que una ciudad se vuelve un cubo blanco dejas de tener el ingrediente accidental, el conflicto político, ya no tienes necesidades, se vuelven abstracciones o caprichos. No sé, es fácil perderse en una sobreproducción, sobreintelectualizar, sobrecomercializar o banalizar algo porque no hay un enemigo tan concreto, no hay una atmósfera tan cargada como aquí”. En los últimos dos años, esta neutralidad ha comenzado a pesarle, sobre todo hablando de su reaparición en México: “Inmediatamente entras y, boom, sientes la densidad del aire, la carga social”, dijo. Los regresos de Ortega a México han sido extraños. En 2004 pudo vérsele en el estacionamiento de la Mega Comercial Mexicana de Miguel Ángel de Quevedo tratando de contener con sogas un Volkswagen blanco que derrapaba sobre grasa mientras una banda detrás de él tocaba “Moby Dick”, de Led Zepellin. El performance formaría parte de la exposición “The Beetle Trilogy and Other Works” en REDCAT (Roy and Edna Disney CalArts Theater) y MOCA, ambos en Los Angeles. En ésta, además de Cosmic Thing, se incluía Escarabajo, una especie de road movie en 16 mm en la que lleva a su VW Sedán 83 blanco a Puebla a buscar la fábrica donde había sido producido. Decidió que su auto debía ser enterrado ahí, como en esas historias en las que el héroe regresa a su lugar de origen o el elefante busca dónde morir.

Sábado 9 de abril, 10:30 a.m. Minutos antes de la inauguración le di a Damián, a manera de un pequeño regalo de buena suerte, algo que seguramente apreciaría: una biografía Sunrise (como las que tantos niños en México usábamos para hacer la tarea) de Marcel Duchamp. No me equivoqué: rio y me contó que, en los noventa, Abraham Cruzvillegas y él encontraron al pintor que las hacía y mandaron hacer una de Melquiades Herrera, académico de la ENAP y artista increíblemente lúcido que, con un humor que oscilaba entre la violencia y la charlatanería, era capaz de explicar teorías complejísimas usando cartones de huevo y peines de fayuca en sus performances o clases. Este espíritu lúdico por compartir los hallazgos personales rindió buenos frutos en toda una generación durante esa década; desde su participación en Temístocles 44 y la publicación de su boletín Alegría hasta el fanzine Casper, estos proyectos mostraban una necesidad de abrir la discusión a partir de los huecos que deja el humor como un punto de enganche, de primer reconocimiento. 
En este orden de ideas, le pregunté a Damián sobre Alias, un proyecto editorial que desde 2007 ha traducido textos de artistas y figuras clave en el arte contemporáneo inconseguibles en español. Como muchas cosas, este proceso inició casi por casualidad. El primer número, Conversando con Marcel Duchamp, de Pierre Cabanne, salió de una versión en inglés, regalo de Orozco. Damián confiesa que su inglés es malo y, que en aquél entonces era mucho peor: “No le entendía al libro, y me parecía que era importante entenderlo”. Le pidió a sus amigos que tradujeran alguno de los cinco capítulos. La traducción a cinco voces era una manera de apropiarse de Duchamp o, mejor dicho, de expropiarlo. En la solapa del libro, Ortega escribió que lo sustancial de esta nacionalización es que permite ver que el texto no pertenece más que a las lecturas individuales y que puede tener tantas nacionalidades como lectores. El segundo número fue de John Cage, regalo de un compañero de la revista Motivos, quien lo condicionó a prestar el libro a alguien en cuanto lo acabara. Su edición en Alias son las fotocopias directas de ese ejemplar, notas al margen incluidas. A diferencia de tantos proyectos alternativos destinados al fracaso, Damián contactó a las personas indicadas a fin de hacerlo no un medio de lucro pero sí uno sustentable. No obstante, la fragilidad de la copia y lo irregular de su distribución le dan un carácter genuino, familiar, tiene una vida y un impacto propios, y ya son una fuente de referencia. En su reseña anual de 2010, Heriberto Yépez la describe, simplemente, como “la editorial mexicana mas interesante”.
Platicábamos afuera de un café, a un par de calles de la galería. De pronto sonó el teléfono de Damián, eran las once y cuarto de la mañana y la inauguración debía empezar a las once, había que regresar. Acababan de llegar sus padres.

Para empezar a hablar de la exposición en Kurimanzutto, su primera muestra individual en México desde aquella de 1997, le recordé una frase que escribió en El Pájaro para principiantes, cómic incluido en el catálogo de la exposición de Gabriel Orozco en el Museo Tamayo en 2000: “El arte es un secreto que sólo se revela entre conspiradores”. Ortega rio un poco y me corrigió: no era suya, es de Duchamp. En este orden de ideas, hay algo importante en su regreso a México, y es que debía estar tramando algo, debía estar conspirando. Catorce años no es poco, mucha gente no conoce su obra y a la vez existe presión de responder a los que sí. El trabajo de Damián se ha desarrollado en un proceso muy íntimo, muy para sí mismo. Esta actitud estaba en contra del tono heroico de otros artistas que trataban de copar espacios y conquistar la escena (como algunas lecturas del arte de ese periodo podrían sugerir). Desde hace un tiempo, Damián ha marcado distancia con su país. En México se le sigue asociando con Gabriel Orozco en un tono de dependencia. Pero parece difícil ubicar actualmente el trabajo de Ortega, como si varias fuerzas tiraran al mismo tiempo. Ahora debía volver a hacer arte en su país, en una escena que ha cambiado tanto y en la que no ha estado presente del todo, ante un público que lo conoce de oídas o menos. De algún modo, Damián debía marcar una postura ante todo esto en esta exposición. Dos cosas estaban claras: la primera, que su función no era hacer algo didáctico, eso, en todo caso, le correspondería a una institución (en 2009 se montó “Do It Yourself” en el ICA de Boston, una retrospectiva con obra desde 1991 que se intentó traer, pero no fue posible por presupuestos y tiempos de los museos); y la segunda, no buscar legitimarse sino más bien jugar a experimentar y recobrar lo que era más generoso e importante antes de irse de México: un trabajo libre, sin expectativas, de mucha libertad, surgido de una carencia de mercado y crítica, sin nada más que una relación de trabajo y de amistad, de investigación personal. Y eso fue justo lo que pasó. Para sorpresa de los asistentes, la exposición es un conjunto de declaraciones, riesgos e ideas reconocibles en toda su obra. En Nudo, (una serie de vaciados en cemento de una manguera) o Mutter erde / Vater land (porciones de suelo de distintos sitios) encontramos enunciados directos que presentan, más que representar, una realidad que es la misma que habita Ortega. Otras como Sistema de Clasificación y Muro elote delatan la manía organizativa presente desde obras como Elote clasificado u Homos, en la que parea objetos a partir de un plan de trabajo estricto a la vez que profundamente personal (como juntar un mango y una agarradera porque son homófonos, o pelotas de ping-pong y pegamento porque cuestan lo mismo). Para Sonido Grafo, recolectó todos los modelos de brochas y pinceles de una tienda en Alemania y trazó una línea recta sobre el muro con cada uno (de hecho hizo menos que eso: tomó el pincel y una grúa lo elevó, Damián se limitó a dejar ser a la herramienta).
“Quería hacer algo con la mano, bien directo, de volver, una cosa de origen, tomar lo que está a tu alrededor y no apoyarme en un sistema de producción como de niño rico, no querer soltar una pieza emblemática, sino soltar la pedrada para ir a otro camino. En ese sentido, quería que la exposición fuera como un statement, prefiero el arte que tiene la dimensión de una idea”.
Una vez vista la exposición, todas estas perspectivas ajenas ahora parecen algo fuera de lugar. La exposición es tan concreta, tan humilde y con tanta fuerza que poco puede decirse. Damián cuenta que hace poco, cuando presentó su exposición en el Pinchuk Art Centre en Ucrania, un periodista le dijo que estaban decepcionados por no haber traído Cosmic Thing. La respuesta de Ortega fue tajante: “Es una pieza de hace ocho años, yo sigo vivo. Como decía José Agustín, 'lo único que pido a un lector es que me lea'”.

Veinticuatro horas después de la inauguración lo visité en su taller al sur de la ciudad. Quería conocer sus impresiones finales. Le dije que sería una plática más bien ligera y replicó, en broma, que él ya venía en plan de artista. El taller de Damián, técnicamente, es otra obra suya. Me lo esperaba lleno de autopartes y objetos colgando del techo. Sin embargo, su mano está en otro lado: cuando lo compró tuvo que tirar paredes, abrir puertas, colocar subtechos de madera. Junto a su mesa hay un fotomural de una nota del periódico: un agujero gigante que se abrió en Guatemala en 2010. Damián estaba inquieto, jugueteaba con un pedazo de barro. Le pregunté cómo se sentía ahora que había pasó todo:
”El proceso empezó hace mucho, sabíamos que era importante venir a México. Le dimos mil vueltas, fue una serie de penurias para encontrar qué hacer y siento que al final lo que queda es una satisfacción por realmente haber hecho algo que quería, experimentar y jugar, y me da mucho gusto pensar que he construido algo con José y Mónica como galería y grupo de trabajo donde podemos seguir experimentando y seguir apoyándonos para hacer algo que nos llevó hasta donde estamos. No fue un paso para atrás, conservador, fue apostarle por lo que más nos gusta hacer y fue muy agradable”.
Dichas penurias incluían la paranoia de Damián por una situación adversa, que surgieran comentarios abiertamente dolosos —y recurrentes—, como que le fuera bien a un artista global, un fenómeno de mercado apoyado por Gabriel Orozco que, para rematar, era parte del rebaño de Kurimanzutto. Ortega explicó dicha aprensión: “De pronto, la crítica es muy ácida, muy amarga, y siento que no es para crecer, sino para provocar, tener posiciones más de poder que de conocimiento”. Con esto en mente, le pregunté qué seguía, cuál sería el escenario ideal para una lectura de su trabajo. Damián se mostró particularmente sensato: “Hay tiempo, no es muy sano andar haciendo retrospectivas, se vuelven algo que los demás ya conocen mejor que tú, te ves a ti mismo a través de un espejo de algo que ya no es tuyo, que ya no existe, que fue mejor, se vuelven hits; es momento de trabajar”. Cuando José y Mónica fueron a Berlín para ver qué quería hacer, Damián contestó que no tenía idea, incluso llegó a sugerir que cancelaran el proyecto. Le preocupaba la situación de hacer arte en México como algo con lo que nunca se ha sentido seguro, entender cómo es que funciona ese desequilibrio tan grande en medio de una ciudad que se está haciendo pedazos. Esta resistencia inherente en la Ciudad de México a partir de la cual Damián construyó su proceso, una vez enfrentada a un marco más propicio para hacer arte como es el de Europa y aunada al éxito de su carrera, arroja a su regreso un tinte más complejo: su vuelta al país no es sólo regresar a su lugar, sino a una situación y a un tiempo pasados, como si tuviera que adaptarse nuevamente a una circunstancia que originó en buena medida su obra, volver a empezar de cero. José le dijo que trabajara justo con ese desnivel. El forcejeo quedó expuesto de manera casi definitiva en el video The Stranger, una de las piezas centrales de la exposición. En ella, un extraterrestre llega a la tierra, recorre y examina los campos de Tlayacapan, Morelos, hasta llegar al pueblo y caminar entre la población el día del carnaval (un factor que no estaba contemplado en la grabación y que le dio un giro a la pieza). En medio de chiflidos y el asombro de la gente, el extranjero no es sólo eso, sino también el extraño, el raro, el güerito, el que nunca termina de encajar. Esta es la posición de Ortega, y es una posición compleja: ¿cómo estar en uno y otro lados, en un país con una presencia tan fuerte, tan poderosa y con un mundo del arte tan sobreprotegido y glamoroso?, ¿cómo encontrar una posición individual entre todos estos puntos? Damián estaba más tranquilo ahora: “Creo que todo el mundo se sorprendió con el video, han de haber dicho: 'Esto no es Damian Ortega', y me da gusto. Estoy muy contento”.\\


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¹Originalmente publicado como Estrategias para no encajar en Gatopardo 121, mayo 2011. 
El título, junto con un montón de metidas de pata en mi redacción, fue un cambio de la edición. Hace ya muchos años que el sitio web de la revista eliminó este texto, así que creo que ya iba siendo hora de publicarlo en línea con su título original (que me gusta mucho). 

² La exposición es Damián Ortega, kurimanzutto, 12 de abril — 14 de mayo 2011.

³ Este texto, en una extraña edición que no corta pero sí intercambia dos secciones de manera que el final es otro (sabrá Dios qué posibilidad narrativa vio ahí el editor) también está incluido en Damián Ortega. Módulos de construcción. Textos críticos, Fondo de Cultura Económica, 2017. Pag. 199-211

22 ene 2023

¿Recuerdas qué soñaste la primera noche de 2022?


 

 

Antes de que me vuelva vieja

Cómete este delicioso corazón”

Yasushi Akimoto, 'No me quites el vestido de marinera', interpretada por Onyanko Club, 1985



Una cosa curiosa de los sueños es cómo no puedes contarlos sin comenzar usando el verbo soñar. Ya sé que siendo éste un blog es inevitable que suene como una perogrullada de esas que se frecuentaban aquí tratando de sonar inocente y encantador solo para luego presentar una vuelta de tuerca mañosa, pero no es el caso, lo digo en serio. Si no empiezas el relato de tu noche con soñé simplemente no has abierto ese campo extraño que son los sueños ajenos, no estás en ese mundo ni tú ni quien se está prestando a escucharte. O dices soñé y cruzas ese umbral tan próximo al ridículo del "adivina qué soñé anoche" o entonces lo que planeas decir es un despropósito. Es necesario decir soñé, pasar por el vergonzoso trance de compartir lo que tu cerebro, por algo, no suelta a lo largo del día. Como si fuera un interruptor. Tanto Pesadilla en la calle del infierno como Into a dream de Sion Sono usan igualmente este carácter raro e instantáneo del paso del mundo de los sueños a la realidad.


Esto es lo más que puedo hacer por tratar de explicarlo, pero lo que quiero decir es que eso me parece bello. Y si, de hecho, vieron Into a dream seguro lo entenderán mejor. Las últimas escenas, en las que el protagonista delira y no sabe si se encuentra en la reunión de excompañeros u otra vez está soñando, son fabulosas, especialmente la última, donde corre usando geta (esas sandalías japonesas de madera) en medio de la noche, en el camino semirural de su ciudad natal berreando a gritos la canción que le da nombre a la película con el clac clac de fondo. Recuerdo que cuando vi Sueños de Kurosawa en alguna transmisión en televisión cultural me impactó mucho por su belleza y por lo claros que eran sus significados, supongo porque en aquel entonces estudiaba arte y trataba de entender las cosas que veía tanto como fuera posible, era un cometido que tenía grabado como con un fierro caliente. No obstante, ni la belleza ni la claridad de los significados tienen nada que ver con los sueños. Dicho lo anterior, creo que Sono logró captar su sin sentido y violencia mejor que Kurosawa.


Por otro lado, ¿has notado lo inútil que es contar los sueños? Es decir, no sirve para absolutamente nada. Nada, piénsalo. A quien nos escucha no se le revela una faceta vital de nuestra personalidad por la simple razón que ni nosotros mismos quisiéramos interpretar nuestros propios sueños. No puedes presumir con ellos, mostrarte humilde o asombrar a nadie. Casi siempre se trata de un pasaje aleatorio que solo incomoda al prójimo, quien no puede esperar a que termines de contarlo para pasar a otra cosa. Pero si lograste arrancárselo a la noche como para poder recordarlo por la mañana, la fascinación de lo que vimos (vivimos) es demasiado poderosa para no materializarlo de algún modo. Por ejemplo, he aquí dos fragmentos de sueños particularmente vívidos del 2022 que apunté:


Soñé que estaba con ? Visitábamos el Museo Jumex y buscábamos un texto en letras doradas colocado directamente en el piso de mármol. No sabíamos dónde se encontraba, así que buscábamos a ciegas. Era un conjunto de letras en frágil hoja de oro. Una buena parte de las letras ya estaban desprendidas. Este aspecto descuidado, extrañamente, le daba al conjunto una cierta sofisticación. También descubría que ? había nacido en 1999 y me negaba a creerlo.


Soñé que ? abría una galería en un departamento minimalista. La primera exposición era de ?, quien presentaba una especie de fan art infantil muy poco interesante pero ad-hoc con su personalidad. Entre los asistentes a la inauguración estaba ?, a quien le recomendaba exponer ahí dibujos en pliegos grandes de papel y estaba de acuerdo. También se encontraba ?, que tenía un suéter Pocky de APK y yo intentaba robárselo mientras lo dejaba por ahí.


¿Te sirvió de algo leer esto? Claro que no. Pero yo los apunté para poder volver a experimentarlos y es cierto que disfruto mucho releerlos. ¡Qué placer tan fabuloso condenado a uno mismo, imposible de compartir so pena de pena ajena! Imagina que al final de tu vida pudieras leer un libro de algunos cientos de páginas, un volumen pesado e imposible de manipular que contuviera todos los sueños que fabricaste en vida, algo similar a la carta que dice Rilke que podremos leer antes de morir solo si fuimos buenos.


Hace tiempo me enfermé y entre los medicamentos que me recetaron estaba uno particularmente cargado de vitamina B, entre ellas B6. Si te tomas el tiempo de investigar descubrirás que la B6 estimula los sueños, y durante la semana que la tomé fueron sumamente nítidos y recordables, algo así como la diferencia entre ver una película en 4K después de muchos años de haberla visto en un VCD mullido. La experiencia fue tan fascinante que llegué a investigar si había manera de ingerirla directamente a diario pero, por supuesto, esto no es posible mas que a través de la alimentación o vivir en simivitaminas. Como tip a quienes leen esto, sépanse que memorizar de manera intensa antes de dormir (por ejemplo, estudiando algún idioma) le compite bastante decentemente a la B6.


Coupland cuenta algo bello en The gum thief. Bethany, su protagonista, confiesa pasar horas viendo televisión como la post-adolescente fastidiada que es, pero un día observa un caracol en un estanque después de llover. Esa misma noche sueña con él y se pregunta cómo es posible que puedas ver horas de basura electrónica día tras día y jamás sueñas con la tele, pero el día que ves un caracol inmediatamente hace acto de presencia en tu subconsciente. La conclusión a la que llega es que muy probablemente se deba a que está vivo, que estamos diseñados para reaccionar de manera distinta a lo vivo y a lo que no lo está.


¿Si no soñamos a menudo significará que lo que sea que esté dentro de nosotros, buscando contacto a través de la ensoñación, no logra percibir señales de vida? Esas personas que todos los días, incansablemente, como si fuera cuestión de vida o muerte expresan públicamente su agradecimiento con el universo decretando, vibrando y toda esa sarta de tics new age… ¿soñarán? ¿Qué me dices de las personas que viven narcotizadas o con el estómago lleno? ¿O las que a duras penas duermen y no han apagado su laptop desde que la compraron? En Microserfs Daniel comienza a escribir el archivo del subconsciente (que en la vida real Coupland ha expuesto bajo el título de Word Clouds) porque se pregunta con qué soñará su Powerbook mientras "duerme", es decir, mientras está cerrada pero no apagada.


Si fueras una computadora, ¿dirías que estás apagado o cerrado? Y en cualquiera de los dos casos, ¿estarías soñando? Esta pregunta me recuerda al diálogo de los niños en el auditorio con el policía en Suicide circle: “¿has venido a reconectar contigo mismo o a cortar esa conexión?”


Según la tradición japonesa, el primer sueño del año es señal de buena o mala suerte y la combinación ganadora de elementos con los que deberías soñar para tener un año próspero son una berenjena, un halcón y el monte Fuji. Claramente la montaña está viva. Hablando de Japón, ¿conoces el caracter con que se escribe 'sueño', ? Tiene cuatro partes que ayudan a memorizarlo: flores, ojo, corona y noche, así que una combinación mnemotécnica para recordarlo podría ser LAS FLORES DE LOS OJOS CORONAN LA NOCHE CON LOS SUEÑOS. Es más fácil si logras imaginar, literalmente, las flores cayendo sobre el ojo en una especie de unción nocturna que da lugar a los sueños, o al menos eso hice yo. Las flores también están vivas.


Si tanta mención a los sueños te parece ligeramente embarazosa es muy probable que aún seas joven (que aún te creas joven) y temas al tiempo, porque con su paso uno aprende a acoger esos temas tan grandes que, como en años mozos parecen imposibles de aprehender con ambas manos, uno se mantiene alejado de ellos. Como dato, Sono tenía 43 años cuando filmó Into a dream.


No sé si como especie, pero ¿no será que como sociedad carecemos de una manera natural de comunicarnos respecto a los sueños? Si no pueden compartirse, ¿habrá forma de llegar a un entendido sobre su existencia e importancia? Si pudieras escribir todos tus sueños en un largo periodo de tiempo y los analizaras detenidamente, ¿encontrarías algún patrón? ¿Fomentar ese patrón de manera consciente atizaría los sueños por la noche? Supón que después de leerlos detenidamente, tomando notas, descubres que el 90% de tus sueños incluyeran algún tipo de tela que se sacude con el viento. Cortinas, puertas, banderas, vestidos, velos. Así que vas a la Parisina y sales con un diablito lleno de manta de cielo, organza y similares, abres las ventanas de tu casa, enciendes todos los ventiladores, procuras que a tu alrededor no haya más que viento y tela ondulante. ¿Cómo responderían tus sueños? Probablemente se enfadarían con la vulgaridad de tus soluciones y comenzarían a enviarte sueños con salchichas y oficinas y Starbucks. O dejarías de soñar por meses. Los débiles mentales que modifican las palabras poniendo una 'e' o una 'x' en vez de otras vocales, ¿soñarán hablando así? Es un hecho que el cerebro no se adapta a este tipo de construcciones aberrantes de manera natural, no puede construir fluidez con ellas (no me creas a mí, prueba leyendo en voz alta algo escrito así y pon atención a lo que sientes en la cabeza), así que quizá los sueños traten de solucionar este desperfecto. Tal vez los sueños abandonan antes a quienes deliberadamente tratan de ignorar a su cerebro.


Quizá el misterio es el único terreno donde los sueños pueden echar raíces naturalmente. Por eso también creo con certeza que tendríamos que aprender a comunicarnos un poco más a través del misterio.




 

Me acuerdo… (ver el post del año anterior para más referencia)


263
Me acuerdo que el único maldito día que falté a la escuela en sexto de primaria, justo ese día y ningún otro, se organizó un torneo de futbol relámpago. Mi grupo incluso eligió un nombre (Mílan, así, con el acento sin sentido en la i) y no pararon de hablar de ello al día siguiente, dejándome confundido y triste

264
Me acuerdo de la aterradora mujer brasileña a la que los ovnis le arrancaron el rostro, tal y como lo reportó el Semanario de lo Insólito

265
Me acuerdo cuando, de la nada, Raúl me preguntó en una fiesta al norte de la ciudad cuáles eran mis cinco bandas favoritas (creo que le habré respondido: Nirvana, Sonic Youth, Morphine, Zappa y Entre Ríos)

266
Me acuerdo cuando me confeccioné una camiseta con un mensaje antipático al día de San Valentín que usé en la prepa y que, para mí enorme sorpresa, me acarreó varias señales de aprobación del igualmente pueril estudiantado

267
Me acuerdo del programa de Olallo Rubio en Radioactivo 98.5 FM, que pasaba de 5 a 8 PM de lunes a viernes

268
Me acuerdo de un mitin de una candidata del PRI (¿podría haber sido Paloma Villaseñor?) un sábado en el auditorio al aire libre del parque Las Arboledas, mejor conocido como Pilares, y que de ahí conservé un llavero destapador

269
Me acuerdo cuando llevé a la escuela una marioneta de la rana René que causó tanto revuelo entre mis compañeros y demás niños curiosos a la hora del recreo, que tuve que pedirles que hicieran una fila para no causar molestias (e increíblemente la hicieron)

270
Me acuerdo de un viernes que salimos temprano de la primaria y con mucho esfuerzo logístico fuimos a comprar una pizza para comerla a manera de picnic en el aburrido parque "Pascual Ortíz Rubio", que estaba lleno de urracas (que yo creí cuervos) y que la escena, con los rayos de sol matutino entre los árboles, las aves dueñas del parque desierto y nuestro inexperto intento de convivencia preadolescente, me pareció muy bella

271
Me acuerdo de lo mucho que odiaba la palabra "mañana" cuando era niño

272
Me acuerdo de la única vez que me llevaron a un circo y que no pude ver nada del equilibrista en la cuerda floja porque estábamos demasiado atrás y él se encontraba suspendido por arriba del balcón que teníamos encima

273
Me acuerdo cuando me robé un sobre de estampas de las Tortugas Ninja en la Comercial Mexicana. El primero de los únicos dos robos que he cometido en toda mi vida.

274
Me acuerdo del botiquín médico Mi Alegría y de la Declaración internacional de los derechos del niño que incluía

275
Me acuerdo de Fido Dido y de las pasas de California

276
Me acuerdo cuando, después de platicar con Ara al término de una sesión de un taller artístico en las antiguas instalaciones de la colección Jumex, ella me reveló que todo ese tiempo me había grabado con el micrófono de su celular. Fue la primera vez que, penosamente, caí en cuenta que cuando a mí me daba por hablar sin control, a alguien necesariamente le tocaba la tortuosa parte de escucharme

277
Me acuerdo cuando, formado en la fila para renovar mi credencial de elector en un módulo de la colonia Del Valle, un automóvil pasó gritando "¡Viva el PAN!"

278
Me acuerdo de lo frecuente que era ir a algún concierto o función de cine y recibir boletos gratis de algún desconocido en la entrada porque alguien no pudo ir de última hora. Me pasó más de una vez, en más de un sitio

279
Me acuerdo cuando nos encontramos a Vilchis y al Checo (amigos pintores y cazacocteles de primera línea) bebiendo en la taquilla del Palacio de Bellas Artes en la inauguración de la exposición de Jean-Michel Basquiat, argumentando que en esa posición podían interceptar a los meseros al salir de la bodega, y que cuando nos enseñaron detrás de sus mochilas, vimos que habían acumulado todo un arsenal de bebidas para el resto de la noche

280
Me acuerdo del concierto de Otomo Yoshihide en el museo interactivo de economía, al que me decidí a ir de último momento

281
Me acuerdo cuando en la secundaria nos obligaron a ir a una obra de teatro completamente irrelevante y, al empezar, el actor abrió diciendo: "Bueno, todos aquí vinieron a escuchar algo" y yo repliqué, en voz baja para mis amigos que estaban sentados a lado, "Sí: 'García Hernández, tienes 10'" y César, el cuate con las mejores calificaciones del salón y también el más insolente, soltó una carcajada sonora e irredenta en medio del silencio del teatro

282
Me acuerdo que en la primera junta de padres de familia de la secundaria mi madre no respondía por mí porque estaba acostumbrada a que la llamaran anunciando mi nombre de pila, no mis apellidos. Y me acuerdo que yo sabía perfectamente que eso iba a pasar

283
Me acuerdo que la primera vez que se implementó el horario de verano fue tal su enredo mental que mi madre puso el despertador para que sonara dos horas antes de la hora nueva, que ya era una hora más temprano que la anterior

284
Me acuerdo de la maestra Kika (ese era su apodo, no su nombre), que entró de relevo en el taller de artes plásticas en la secundaria, la única persona cuya incapacidad, desinterés y desoladora falta de personalidad logró hacerme odiar el arte con firmeza

285
Me acuerdo del mítico Cenote Azul y del exagerado lujo en su diseño de interiores (una mezcolanza entre un bungalow tropical y una barraca afgana) considerando que su clientela se integraba de estudiantes muertos de hambre

286
Me acuerdo de Mitote Jazz

287
Me acuerdo del "filósofo de Michoacán", un estudiante borracho desconocido que nos importunó toda la noche en una fiesta al extremo sur de la ciudad recordándonos hasta la náusea su ocupación y lugar de origen. Terminó dormido bajo una pila de basura que los asistentes colocaron sobre él en un esmerado ejercicio de equilibrismo

288
Me acuerdo del finado Cine Pecime sobre avenida Universidad y del titulo de la última película que proyectó, dispuesto en marquesinas por muchos años hasta que fue recuperado: "Falso Amor".

289
Me acuerdo de lo inmensamente feliz que me hacía leer revistas viejas las tardes de sábado cuando era niño. Y más si, además, llovía

290
Me acuerdo del maestro Juan Lucas

291
Me acuerdo cuando Uribe (el mejor maestro de dibujo o de cualquier cosa que haya tenido) dijo que yo dibujaba como Magú, justo el dibujante de Histerietas (el suplemento dominical de historieta del periódico La Jornada) que menos me gustaba

292
Me acuerdo de Lau saltándose el taller de modelado para ir a dormir a su carro

293
Me acuerdo cuando Arturo, un niño de mi misma edad que visitaba mi edificio de vez en cuando, me pidió una mañana de sábado que le acompañara a la Comercial Mexicana a comprar un rifle profesional de balines. La visión de una sociedad que le vende un arma recreativa sin supervisión paterna y sin cuestionamientos a dos niños de 11 años es algo que muy pocos hoy día podrán volver a entender nunca

294
Me acuerdo de Cobi, mi perro maltés, el único que tuve, que eructaba si bebía Pepsi, que metía goles cuando jugábamos futbol en las noches, y cuyo nombre se debió a que llegó a la casa durante la ceremonia de inauguración de las olimpiadas de Barcelona

295
Me acuerdo de la música que escuchaba mi tío Juan, acapulqueño de refinado gusto por los boleros y sones, que en aquellos tiempos me parecían deprimentes y hoy me parecen maravillosos

296
Me acuerdo cuando le sugerí a mi mamá que nos mudáramos a Ecatepec, nada más porque en mi inocencia y en mi franca estupidez me parecía que había más tienditas y más niños en las calles (vivíamos en la colonia Del Valle)

297
Me acuerdo de mi primera visita a un museo, el de Antropología e historia, llevado por mi primo Juanjo. Esa experiencia sería importantísima en el futuro, pero lo que la motivó en ese momento, en mi niñez, fue que un álbum de estampas del pan Bimbo tenía por motivo la colección del museo. La emoción de abrir una bolsa de colchones o de donas y observar bajo ellas, emocionado, una estampa con una estatuilla de Chac mool o una figura totonaca es algo que sólo habrá podido experimentarse por unos cuantos en ese momento y nunca más

298
Me acuerdo de mi primera visita al zoológico de Chapultepec el 1 de diciembre de 1994

299
Me acuerdo cuando, saliendo un momento del taller de pintura, hartos y buscando un respiro en el aire sin olor a aguarrás bajo el sol de mediodía, se me ocurrió de la nada tomar a Ara de la mano y le dije "¡no hay tiempo para explicaciones, corre!", y corrimos unos cien metros, hasta la cafetería, donde mi pobre condición física me hizo detenerme en seco

300
Me acuerdo de la primera y única vez que he visto a la lluvia desplazarse sobre la tierra, un sábado en la antigua sede de la colección Jumex donde la lluvia se soltó y todos pudimos ver cómo la arreciada de gotas avanzaba, como pequeños pasos, desde el fondo de la fábrica hasta donde nos encontrábamos, cubriendo metro a metro de pasillo en fracciones de segundo. El sonido jamás se me va a olvidar

301
Me acuerdo cuando acompañé a Nallely, mi mejor amiga de la preparatoria, a clases de reposición un sábado 29 de diciembre en la facultad de medicina de Ciudad Universitaria

302
Me acuerdo cuando, siendo muy niño, hacía como que iba a trabajar a la tienda enfrente de mi casa. Efectivamente, con o sin consentimiento de Pedro, el dueño, me ponía detrás del mostrador y entregaba con eficiencia lo que me pedían.

303
Me acuerdo cuando, a los veinte años, escuchando la famosa canción de Bran Van 3000, "Drinkin' in LA" en el taller de modelado, Greñas (en definitiva el bohemio del grupo) me dijo: "imagínate que cuando tengamos 26 estemos en Los Angeles, bebiendo y escuchando esta canción". No recuerdo qué habré respondido, pero estoy seguro que no estuve a la altura.

304
Me acuerdo de Lizetta Romo

305
Me acuerdo de mi fotografía de grupo de segundo de primaria, en la que aparezco dirigiendo mi mirada dos filas abajo, sin el menor tapujo, a la niña que me gustaba. Estoy seguro que el fotógrafo se habrá reído mucho

306
Me acuerdo cuando no recordaba nada, cuando no registraba nada del mundo a mi alrededor, y del momento definitivo en que decidí cambiarlo como si de encender un interruptor se tratara

307
Me acuerdo cuando nos quedábamos sin salir a la hora del recreo en sexto de primaria para cantar canciones de Gloria Trevi, sustituyendo el ritmo de las percusiones dando golpes al pupitre

308
Me acuerdo de las fitas do senhor do bom fim

309
Me acuerdo de Aki Takahashi interpretando la primera gimnopedia de Satie ante un mural de Diego Rivera, y me pregunto si Ara lo recordará también

310
Me acuerdo cuando arrojé todos mis juguetes por la ventana hacia la calle, ante la estupefacción de mis primos, tan sólo porque descubrí por casualidad la sensación de verlos moverse por el aire (no se rompió ni uno)

311
Me acuerdo cuando entrené una breve temporada en una filial de Cruz Azul en La Fragata de Coyoacán y en el único partido que jugué me llegó un centro por derecha solo frente al marco, pero un defensa hizo el recorrido y no pude conectar correctamente, recibiendo la rechifla de los padres de familia.

312
Me acuerdo que el apellido de Archie en su traducción mexicana era Gómez

313
Me acuerdo cuando la Comercial Mexicana cambió el plástico de sus bolsas, de uno suave y casi opaco, al actual, un poco más traslúcido y muy ruidoso. Este sonido, por insignificante que pudiera parecer, representó una pequeña calamidad para sus clientes en los primeros días

314
Me acuerdo cuando, después del único partido de futbol oficial que jugué en un equipo propiamente dicho (Alpina), bebí toda la naranjada Bonafina que quise. Fue un pequeño pedazo de paraíso sobre las gradas de cemento bajo el sol del medio día de un sábado. No me pudo importar menos que hayamos perdido 1-2

315
Me acuerdo cuando, apenas un par de segundos después de cruzar la esquina de Heriberto Frías y San Lorenzo, dos coches detrás mío chocaron. Eran casi las once de la noche de un viernes, venía regresando del deprimente turno vespertino en la universidad. No me asusté pero, como es natural, el corazón empezó a latirme muy fuerte poco después

316
Me acuerdo de los bootlegs de Pearl Jam y sus empaques de cartón

317
Me acuerdo de un viaje de regreso de Taxco escuchando el Yield de Pearl Jam en el discman de Sinué

318
Me acuerdo cuando Fabiola, una compañera de la universidad, me llamó por teléfono durante el concierto de Pearl Jam de 2005, seguramente para que escuchara a Mudhoney, a quienes le había dicho que me moría por oír, pero por desgracia yo no estaba en casa

319
Me acuerdo cuando tuve que correr unos metros sobre Calzada de Tlalpan en la madrugada para alcanzar el microbús que me llevaba a la universidad y al subir, Daniela, quien ya se encontraba a bordo junto con Hugo, utilizó mi penosa escena para burlarse durante algunos días

320
Me acuerdo cuando me encontré $160 tirados sobre la rampa del estacionamiento de un edificio una mañana camino a la primaria, un dineral que gasté esa misma tarde en el Centro comprando un juego de Nintendo, Mega Man 5, y también me acuerdo que poco después, en un puesto de gorras, me encontré otros $10. Por mucho tiempo consideré ese como el día más suertudo de mi vida

321
Me acuerdo que la canción favorita de Sinué del Yield de Pearl Jam era MFC

322
Me acuerdo que después de la primera y única vez que tuve que confesarme en una clase de catecismo previa a mi primera comunión, la religiosa me despidió en la puerta diciéndome algo como "anda, y no hagas enojar más a dios", y me pregunté cómo podía un niño de 9 años hacer tal cosa

323
Me acuerdo de Nallely imprimiendo a petición mía tablaturas de Pearl Jam en su casa y llevándomelas al día siguiente a la escuela en un acto de gentileza indescriptible. Recuerdo por lo menos Elderly woman behind the counter in a small town y Corduroy

324
Me acuerdo del sabor de los Colchones Bimbo

325
Me acuerdo de las Patatinas Barcel

326
Me acuerdo que fuimos a ver el paso de un maratón frente a Plaza Inn, y que ahí perdí una figurita de un ewok

327
Me acuerdo de La siguiente música, un programa de música de vanguardia que transmitían los martes en Opus 94.5 FM

328
Me acuerdo de la sensación que experimentaba al comprar un CD, llegar a casa y dedicar 50 minutos a nada más que escucharlo con atención. Es algo fascinante que mucha gente hoy día ya no puede ni podrá tener, y creo que eso es una pequeña desgracia

329
Me acuerdo del olor de los juguetes de goma que vendían en el centro al por mayor

330
Me acuerdo de la revista Saber Ver

331
Me acuerdo cuando estaba de moda llevar collares de chupones de plástico transparente, y que en el mío yo llevaba decenas a la vez

332
Me acuerdo de los conciertos de Pearl Jam del 17, 18 y 19 de julio de 2003

333
Me acuerdo cuando me llevaron a misa y la iglesia estaba tan llena que nos tocó estar de pie y acabé mareándome. Salimos y me senté a tomar aire en una jardinera y, en eso, vi a una rata asomándose entre los arbustos. Pensé que nada de divino podía haber en todo ese trance. Después de eso logré finalmente que no me volvieran a obligar a ir a ese lugar del demonio

334
Me acuerdo del Ñoño (uno de los sujetos más decentes que haya conocido) contándonos que arrancaba páginas de libros de la biblioteca

335
Me acuerdo cuando mi mamá y yo llevamos a Alejandra, mi sobrina (entonces una niña muy chica) a los Viveros a alimentar a las ardillas, tal como yo hacía de niño, pero terminaron aterrándole y, en su lugar, descubrió que las palomas comen cacahuates si se los dan pelados

336
Me acuerdo de los Locopotes de Frutsi y del complejo laberinto de tubos de plástico que construí con ellos y que, por supuesto, era del todo inútil para beber nada

337
Me acuerdo del mural de New Kids on the Block que había en algún edificio del Distrito Federal (de cuya ubicación no me acuerdo)

338
Me acuerdo de mis tenis Gonzo, comprados en una mesa de remates de una zapatería en Portales a un precio de vergüenza (N$30) que, sorpresivamente, con sus apagados azul y gris y detalles de gamuza resultaron de lo más aguantadores

339
Me acuerdo de mis primos probando la flamabilidad de las flatulencias con un encendedor

340
Me acuerdo de Luis volándose una lona gigante del estreno en video de Gladiador que obtuvo trabajando en Blockbuster

341
Me acuerdo que en la zapatería El Borceguí, a la que mi desafortunado pie plano infantil me había llevado, regalaban Ticos (un polvo mezcla de sal, azúcar y chile) a los niños que ahí debían esperar por horas

342
Me acuerdo cuando mi mamá llegó en la tarde de un día lluvioso cargando todo un ¿racimo?, ¿ramo?, ¿ramillete? de globos de helio. Creo recordar que no los compró, pero no cómo terminaron en sus manos

343
Me acuerdo cuando Cobi, el único perro que he tenido, metió la cabeza en una calabaza de plástico de Halloween y hubo que cortarla con unas tijeras para liberarlo

344
Me acuerdo del teléfono público en la esquina de San Lorenzo y Sánchez Azcona en el que se podía llamar gratis

345
Me acuerdo del enorme lujo y sofisticación que se desprendía de la tienda de CDs del Palacio de Bellas Artes. Hasta la dependienta me parecía culta y refinada. Siempre quise comprar un disco ahí, pero nunca había nada que me interesara

346
Me acuerdo del judío explicándonos por qué en la línea 7 del metro (la naranja) el ruido de los trenes es tan ensordecedor (según él, por la profundidad)

347
Me acuerdo cuando, saliendo de una fiesta en un departamento en Coyoacán, nos encontramos estacionado un carro con la placa 985-SEX y nos pareció divertidísima, pese a que no todos los que la vimos éramos aficionados a Radioactivo 98.5

348
Me acuerdo de viajes en el carro de Mario escuchando I'm the scatman a todo volumen

349
Me acuerdo de Arturo cambiando de canal a las televisiones en exhibición en la entrada de la Comercial Mexicana con su reloj que tenía un control remoto integrado y que en aquellos días era la novedad

350
Me acuerdo de los partidos de futbol entre 6to "A" y 6to "B" en el recreo de la primaria (siempre barríamos el piso con los pobres del "A")

351
Me acuerdo cuando conocí a Ana, una compañera del turno vespertino de la universidad, y que su primera reacción tras presentarme, sin importarle que estábamos en la biblioteca, fue una desvergonzada risotada para después exclamar: "¡no manches, hablas igualito que el Warpig!", un músico y locutor de radio juvenil de aquella época (y en cuyo programa, a manera de respuesta, alguna vez le envié un saludo que desafortunadamente no escuchó)

352
Me acuerdo que Luis creía que los fuegos artificiales del 15 de septiembre eran bombas

353
Me acuerdo cuando, a los 20 años, me enseñaron que podía tocar la punta de mis pies con las piernas flexionadas, y que esto supuso una novedad antes inimaginable

354
Me acuerdo cuando con Leonardo (un compañero de la prepa a quien jodonamente llamábamos Manuel) jugamos 70 carreras seguidas en la misma pista de Super Mario Kart, Ghost Valley 1. El marcador final: 35-35

355
Me acuerdo cuando en mi adolescencia trataba de entender los pros y contras de los automóviles estándar y automáticos, como si algún día yo fuera a tener un carro

356
Me acuerdo cuando, atorados en el tráfico del cruce de Periférico e Insurgentes en el coche de Mario, junto con Manolo y Greñas llamamos por teléfono a una muchacha en un automóvil aledaño cuyo número obtuvimos porque llevaba un letrero de "Se vende". Al final le confesamos que era una broma porque estábamos, igual que ella, muertos de aburrimiento

357
Me acuerdo cuando después de ir con Nallely a una función en el salón cinematográfico Fósforo en el colegio de San Ildefonso, terminé comprando una revista Banda Rockera porque no tenía cambio para regresar a casa. Pese a su paupérrimo diseño y contenido editorial, la leí y releí una y otra vez por meses, como hacía con cualquier medio impreso en los tiempos antes de internet

358
Me acuerdo cuando la maestra de Metodología de la investigación, cuya actitud y talante intelectual la convirtieron en una de nuestras profesoras favoritas en el primer año de la carrera de diseño en la ENAP, elogió una tarea que entregué. Recuerdo sus palabras: "tienes unas ideas interesantes". A mí, que a duras penas había aprendido a leer libros hacía un par de años y que no sabía poner acentos, el comentario me dejó flotando.

359
Me acuerdo de los chocolates Lengua de gato.

360
Me acuerdo cuando al Alcoholímetro le decían "Chupómetro"

361
Me acuerdo cuando en un evento para celebrar la inauguración del Blockbuster que sustituyó al Macrovideocentro que estaba a la vuelta de mi casa (que incluía un grupo de covers de los Beatles), un señor gritó "¡Arriba Videocentro!" y que inmediatamente su señora esposa lo reprendió

362
Me acuerdo cuando de niños agarramos la manía de hablar "en ruso" agregando la terminación "-ovich" a cualquier palabra. Íbamos a la tiendovich por unos churrumaisovichs y un refrescovich

363
Me acuerdo cuando a Fernando y a mí nos pusieron 5 en una tarea a razón de que "habíamos entregado lo mismo y por lo tanto también se repartía la calificación entre los dos". Se trataba de una desafiante tarea cuyo objetivo era aprender el concepto de ficha bibliográfica, así que debíamos escribir 12 bibliografías, cosa que nosotros hicimos en la computadora de Fernando usando la misma tipografía Times. Fue necesario que los dos niños de 13 años le sugirieran a la analfabeta funcional a cargo de nuestra educación secundaria que leyera las hojas impresas para percatarse de su contenido, que no estaba relacionado con la elección de fuente. Ese día aprendí mucho sobre los límites intelectuales de los adultos

 

Si las fechas no mienten, en 2022 este blog cumplió 15 años. ¡Quince! Pasa algo curioso: al día de hoy personas muy jóvenes y adultos ya entrados en años accedieron a internet usando la misma plataforma: redes sociales. La misma puerta de entrada para tu tía cincuentona en Facebook y para tu sobrinito de primaria que quiere ser youtuber. Pero los de en medio, los que tuvimos una infancia análoga y una adolescencia digital, lo hicimos por varias vías. Algunos por el correo electrónico o MSN, otros por páginas de tablaturas y letras de canciones, y otros más, como fue mi caso, con los blogs. Eran tiempos mejores, nadie con dos dedos de frente encontraría la manera de negarlo. ¿Que lo que escribíamos era estúpido y vergonzoso? ¡Era peor que eso! Nadie se atrevería a releer la basura que entonces compartíamos, pero aquí estábamos, y como decía Jeff Koons: “acoge tu pasado”. Dicho lo anterior, estos quince años de vida quizá no es gran cosa considerando que solo publiqué de manera regular unos tres años y pico (escribíamos a cada rato, algunos diario), pero considerando que todos los grandes blogs de aquellos tiempos están sepultados bajo tierra y cemento, el mero hecho de mantener este con vida, aun si es con un post anual, me parece esperanzador… no sé de qué, pero esperanzador.


(Lear, Queque, Pat, Poala, Stamm, Sabandija… donde quiera que estén, aguanten)


Menos mérito debe tener si consideramos que, además de una vez al año, para lo único que me da la cabeza ya es para escribir sobre las cosas que vi, oí y leí en el año, pero algo es algo.

 

 

 

Las dos mejores películas que vi en 2022




Okaeri, Makoto Shinozaki, 1995


Una pianista con un futuro prometedor abandona sus sueños para ser ama de casa. Cada día ve a su marido partir a su trabajo como maestro de escuela mientras ella hace algunas transcripciones para una editorial. Pasa las tardes frente a la ventana esperando el regreso de su esposo, que a veces se ve retrasado por invitaciones de sus amigos. Un día la mujer comienza a salir durante el día para, según ella, "patrullar" el vecindario. Poco a poco se hace evidente que está perdiendo la razón hasta que la situación se sale de control.


 

Lo fabuloso de Okaeri (que, por cierto, significa "bienvenido a casa") es que casi todas las tomas son estáticas, la cámara se queda en un punto y los actores se mueven y actúan frente a ella, creando la sensación de que el espectador es testigo de una situación incómoda que va creciendo antes sus ojos. En el pequeño departamento se desarrollan acciones que quizá con otro tipo de encuadre parecerían irrelevantes: un movimiento doméstico neurótico como el ir y venir de una habitación a otra, una espera inmóvil ante la ventana (aunque lo que nosotros vemos es el cielo inmenso), pero en la foto fija esos actos parecen densísimos. Una prueba de esto es que cuando sus personajes salen a la calle parecen desprotegidos, vulnerables, lejos de sus cuatro paredes el mundo podría acabar devorándolos, y quizá eso sea lo que haga que la última escena, donde él tranquiliza a su esposa sobre su regazo en medio de una colina al amanecer, resulte tan entrañable. 

 


 

La "temperatura" de la película (a falta de la terminología correcta) va en la misma dirección. Todas las tomas dan la sensación de ocurrir cuando la luz está próxima a aparecer o desaparecer, de transcurrir en el alba o cerca del ocaso. Okaeri es tan lenta, tan cálida, tan silenciosa… no sé qué más decir, es preciosa, véanla para que me entiendan, y si juntamos mínimo tres personas podemos hacer un club de discusión cinematográfica (como los que estaban tan de moda a principios de milenio) en el McDonald's de Parque de los Venados.




A scene at the sea, Takeshi Kitano, 1991


En los inicios del nuevo (¿aún?) milenio recuerdo muy, muy bien cada vez que en la revista Tiempo Libre anunciaban una película de Takeshi Kitano en la televisión. En la pantalla chica, probablemente en canal Once o 22, tal vez una noche entre semana, pegado a la tele y con el pelo mojado porque al día siguiente tenía que ir a la escuela, fue como vi la entrañable Kikujiro, que me habrá dejado emocionado pero sin tener con quién comentarla. Menos emotiva, también vi así Kids Return. Gracias a esas experiencias corrí a la Cineteca cuando supe que proyectarían su más reciente filme, la soberbia, colosal, portentuosa Dolls, que acabé viendo dos veces en salas. Fue suficiente para declarar a Kitano mi director favorito, aunque todavía me faltaba ver Brother (que yo siempre describía como una coreografía de violencia) y las difíciles Sonatine y Hanabi. 

 


Estas últimas dos tuvieron que esperar algunos años a aparecer en el puesto de DVDs pirata de cine de arte de Tepito (de cuando se podía ir a Tepito), pero por más visitas que hacía nunca aparecían otras como Boiling Point o A scene at the sea, que mencionaban siempre en Tiempo Libre pero nunca nadie proyectó en los cineclubes a los que asistía religiosamente antes o después de clases. Cuando vi que alguien había subido esta última a Youtube a principios del año pasado me pareció que quizá mi momento con Kitano ya había quedado muy atrás, que ya no podía impresionarme como en aquellos tiempos en que tenía 19 años, cuando ver una película –una sola– era un esfuerzo tan preciado.



¡Qué equivocado estaba! A scene at the sea tiene un ritmo muy similar a Dolls. Cada movimiento, cada acto es lento, silencioso. Incluso cada diálogo, porque sus protagonistas son mudos. Inmóviles y silentes ante el mar (que alguna vez leí que, si lo piensas, es el único sonido que este planeta ha escuchado de manera ininterrumpida desde su existencia) ponderan en su monta a través de una tabla de surf una especie de rito de madurez. Crecen y maduran en silencio, a través del mar y de su distancia con él. Si bien A scene at the sea carece de los grandes desplantes cinematográficos que ocurrirían once años después en Dolls, la grandiosidad casi imperceptible, tan característica de Kitano, está perfectamente ahí.



 

 

El mejor libro que leí en 2022





Life ceremony, Sayaka Murata, 2022


Esperé este libro mucho, mucho tiempo. Para conseguirlo llegué a registrarme en una página asquerosa plagada de pusilánimes que se dedican a reseñar libros en redes sociales a cambio de copias de galeras (¿así se dice?, las que se dan a los medios de comunicación para su reseña, pues) pero no me lo dieron. Cuando lo conseguí tuve que moderarme para no devorarlo. Doce cuentos en unos doce días. Por haber leído antes Konbini ningen (perdón por el japonismo, pero el título original "Ser humano de tienda de conveniencia" me parece más bello que las traducciones que hacen énfasis en el sexo de su protagonista) y Earthlings llegué a pensar que al no tratarse de novelas aquí podría verse una Murata menos potente. Por el contrario, precisamente por lo escuetos que son algunos de estos cuentos el impacto es todavía más macizo. Cada uno, por breve o desconcertante que fuera, me dejó frío. La mayoría me pareció aterrador. Si aún usara las palabras que nos prestaban en la escuela (y que ni la escuela usaba) cualquiera diría que el gran tema de Murata en Life ceremony es lo siniestro, oséase, lo familiar que se vuelve extraño, pero creo que es un poquito más profundo que eso.

 

Cada madrugada después de terminar uno de estos cuentos, a falta de un interlocutor a quién molestar, tuiteaba emocionado más y más cosas que revelaban. Pensé mucho con ellos. Por ejemplo, A first rate material me dejó boquiabierto. Me tomó tan por sorpresa que francamente me intimidó, pensé en la fuerza con que esta mujer escribe. Todos tenemos una cierta imagen de los artistas que admiramos y no suele sufrir cambios a menos que uno conozca aspectos más personales de su historia. Algo así como la unidad intercambiable de presencia con que uno identifica un artista, ¿no? Bueno, después de terminar la última línea de este cuento Murata me pareció tan inmensa como a Borges le pareció Ireneo Funes. Después pensé que si yo diera clases de escultura, esta sería la primera lectura que recomendaría leer. De hecho se la envié al mejor escultor que conozco, aunque nunca respondió nada (espero haya sido por las mismas razones que yo).


Las historias de Life ceremony son una especie de fábulas, pero en vez de terminar con una moraleja que haga las cosas más fáciles estas terminan con un sabor de boca entre el abuso y el trauma, que no debiste haber leído eso. Tres de mis libros favoritos, de Houellebecq, Pascal y Céline, también tienen esto. Siento que Murata es inmisericorde con el lector, como si lo engatusara. Al leerla es encantadora por la concisión y brevedad con que escribe, pero justamente gracias a eso puedes oler que algo muy malintencionado está ocurriendo. Hace que resulte intimidante abrir el libro (o en mi caso, el epub) para leer la siguiente historia. ¿Cuántos escritores pueden presumir tal cosa?


Sigo: Poochie quizá no sea el más fuerte de los doce cuentos, depende mucho de la voluntad para creer su premisa, pero esa agresividad lo hace potente. Todo lo contrario pasa con Life ceremony, que pese a que muy pronto queda asentado por dónde va la historia, en este caso se extiende y se extiende. Lo que parecía ser otra historia que acabaría abruptamente como las demás termina yendo tan profundo como es posible. Body magic es fabuloso, debería ser una lectura obligatoria para todos los preadolescentes (especialmente, claro, mujeres) a lo largo de todo el planeta, de ese tamaño es. Eating the city y Hatchling son las que se desarrollan en los contextos más naturales o "normales" y precisamente por eso terminan siendo tan aterradores. Mientras los lees no puedes ignorar que son historias que perfectamente podrían ocurrir ahora mismo, que tú mismo podrías llevarlas a cabo, pero contrario a la accesibilidad que suele producirse de esa sensación, aquí eso solo las vuelve más brutales. Puzzle es, por el contrario, la más fantasiosa de las historias reunidas, pero curiosamente esa ausencia de realidad no la hace ni un poco menos impactante. Mientras leía las últimas líneas, cuando la fantasía ya se ha hundido lo más que ha sido posible, cuando quieras o no ya has aceptado desde dónde se está contando la historia, me fascinó cómo llegó Murata al recurso que utilizó, y al mismo tiempo me pareció que no podía ser otro, una herramienta de la imaginación tan simple y tan monstruosa.


Como dato extra, una de las dos versiones en inglés, no recuerdo si la británica o la gringa, tiene un cuento extra, A clean marriage, que ciertamente parece estar en una línea un pelo distinta a la selección que compone la versión que yo leí, con 12 cuentos. Afortunadamente puede leerse en línea aquí.

 

Hace poco el Museo de Arte de Louisiana (en Noruega, no en los EU) subió una entrevista con Murata donde cuenta sus inicios con las historias y cómo estructura sus personajes y los desarrolla. Muchas de las cosas que dice son fascinantes:

 

 

Un último comentario: mientras me enfilaba a las últimas páginas me quedé pensando en la estupefacción que constantemente sentí al leer Life Ceremony y se me ocurrió que quizá eso se siente al descubrir un nuevo género literario, algo que simplemente no podías haber esperado. Y pensé en algo: en una exposición de 2006 de Daniel Guzmán (Lost & Found, en km, de cuando montaban sus expos en una bodega) el catálogo incluía un cuento escabroso de Robert Walser, El bosque de Díaz. En él, una madre camina de la mano con su hijo en medio del bosque para de repente soltarlo y decirle que a partir de ese momento lo abandonará y el niño deberá arreglárselas solo, que está harta de su actitud y que aprenderá a complacer a los demás y a tener una mala opinión de sí mismo. El cuento tiene un fuerte elemento fantástico por el hecho de que el bosque es una pintura (una de las líneas de la mujer es "Tan cierto como que estoy contigo en el bosque que pintó Díaz") y los árboles presencian y comentan lo que está pasando frente a ellos, pero eso no lo hace menos violento. 


 
Bueno, pienso que si Life ceremony perteneciera a un nuevo género literario o algo así, creo que sería el mismo al que pertenece ese cuento de Walser. Es el libro más transgresor que he leído en mucho tiempo.


Si alguien quiere leerlo, me tomé la molestia de tuitearlo en entregas periódicas aquí abajo. O si alguien lo quiere en un formato más práctico, écheme un grito.

 

 

 

 

 

Los mejores seis discos que escuché en 2022





Consume red, Ground zero, 1997

Algo que sabe cualquiera que haya asistido religiosamente por años a Radar ::: Espacio de exploración sonora (escribo el nombre oficial en un blog y se me figura que no murió y que la próxima edición fuera a ser este mismo abril) es que siempre que leías de las bandas que vendrían en cada nueva emisión también leías de otras que solo mencionaban y jamás podías conocer, como cuando al hablar de Boredoms mencionaban a Hanatarash o el Boadrum o, en este caso, cuando al hablar de Yoshihide Otomo mencionaban a Ground Zero. Consume red es el disco de mis sueños como parroquiano de Radar: repetitivo, insistente, largo, ruidoso pero perfectamente articulado. Recuerdo poco del concierto de Kalashnikov de 2008, pero precisamente lo recuerdo con estos mismos adjetivos, así que si estuvieron ahí, Ground Zero les va a gustar.





Thursday afternoon, Brian Eno, 1985

Otro pasaje memorable de las ediciones de Radar fue el concierto de Bang on a Can all stars en el Palacio de Bellas Artes (y la explanada de la Ibero, si lograron ir también a ese). Recuerdo vagamente el programa: Electric Counterpoint de Reich, algo de Hermeto Pascoal, y el plato fuerte, Music for airports de Eno, quien declara algo de esa pieza que jamás se me olvida: cuando te acercas a algo sin saber puedes encontrar resultados inesperados, a diferencia del camino de un profesional, que siempre trata de asegurar sus procesos por medio de la experiencia. Por alguna razón jamás se me ocurrió buscar algo más de Eno después pese a lo increíble que fue la experiencia de Music for Airports en vivo (tengo la teoría que las cosas que buscabas con tu cerebro pre-internet difícilmente aparecen en tu cerebro post-internet, es decir, que los discos y películas que ansiabas ver cuando no tenías internet no se te ocurre buscarlos cuando ya lo tienes y podrían estar a solo un click de distancia). Aunque menos melodioso y narrativo pero evidentemente más atmosférico, Thursday afternoon es maravilloso. Una hora de repeticiones lo suficientemente traslapadas entre sí para no distinguir dónde termina una y empieza otra y que sin problemas podría durar el doble o el triple.




Dream sounds, Nagisa ni te, 2005

Cuando este disco apareció en Japón, en México llegaba a su cúspide lo que, para efectos personales, siempre refiero como el inicio de la edad de las tinieblas de la música popular joven mexicana. En aquel entonces la dicotomía rock-pop comenzaba a desvanecerse, el faux-naive ganaba terreno por todos lados y las pocas estaciones de radio que aún creían en el modelo del "alternativo" ayudarían a clavar la pala en la tierra en un gesto definitivo. Era la era pre-internet, más aun, pre-youtube, así que las pocas esperanzas que tenías de escuchar algo nuevo medianamente interesante eran los puestos de Eje Central a los que Ebrard pronto daría cuello… eso o terminar escuchando –gulp– R-r-r…reactor 105. Yo mismo me vi tentado más de una vez a escuchar las bandas pueriles que ahí presentaban unos tiazos treintones que todavía usaban Converse. Podías cortar la incertidumbre cultural en el ambiente de la ciudad con un cuchillo sin filo, una inquietud social que terminaría con la frustrada pelea entre emos y darketos en la Glorieta de Insurgentes en 2006, el fin de una era.


O algo así…


¡Qué genial hubiera sido encontrar entre la mercancia perdediza de alguna aduana este disco de Nagisa ni te! Buscando proyectos de músicos que tocaron con Jim O'Rourke me enteré de las colaboraciones de Tim Barnes (baterista en Eureka) con este dueto. Lento, de espacios amplísimos, claramente abrevando del folk pero no en forma del fetiche folk que conocemos hoy y con un espíritu indie rock honesto y desvergonzado pero elegante, Dream Sounds efectivamente suena como a… sueños, por increíblemente cliché que eso pueda sonar, óiganlo y díganme si no. Para los apóstatas del rock, los que decidieron no extrañarlo para que duela un poco menos, Dream sounds es como un cajón que habías olvidado revisar.




PANT, Yuki Saito, 1988

Siempre que quiero hablar de Yuki Saito nunca encuentro los términos adecuados. Durante los ochenta era una muchachita y sin embargo fue una reina. Sus canciones, aun si son cantadas con la dulzura de una adolescente, tienen una presencia que muchas cantantes de años jamás consiguen. Es muy extraño. Conocí a Saito con una canción del tamaño del mundo, WHO, del disco TO YOU. No cualquiera podría cantar algo así (¡que increíblemente nadie ha subido a Youtube!), tienes que tener algo muy hondo y profundo adentro para que te salga la voz así. Más extraño aun es que cuando lo que canta son baladas juveniles es la música más jovial y hermosa del mundo. ¡La sensibilidad que tenía esta mujer! ¿Con qué palabras se referirían a ella en su momento álgido, cómo la describirían? ¿Tendrá una biografía publicada? Toda proporción guardada, al escuchar a Yuki Saito el misterio y la enormidad que suelo sentir se parece mucho a la que me produce Feldman. ¿Cuántas cantantes juveniles podrían provocar eso?



PANT es un disco sólido, con muchas aristas pero ninguna eclipsa a las demás. En el mismo fluir convergen melodías que podrían derretir un edificio como Blue submarine o Shoujo jidai, algunas más bien dulzonas como Kawaii atashi o Hurisode ni peace sign que pertenecen a una irresistible bobería adolescente. Y, claro, canciones imponentes, estandartes, como Owari no kehai o Christmas night. Todas ellas echando mano de los arreglos característicos del pop global de los años ochenta (léase, sintetizadores y mucho eco.) Junto con Yuki's brand de 1990, PANT es un disco de lo más amigable para iniciarse en ese fenómeno fascinante que es Yuki Saito.





Good evening Tokyo, Akiko Yano, 1993

¡Qué monstruo es Yano! Hacía algunos años que la había dejado descansar. No todos sus discos son fáciles, y atorarte con uno puede dejarte pensando que quizá se acabó la magia. Por ejemplo, pese a lo mucho que me fascina Rose Garden o Itsuka ôjisama ga, nunca he podido llevarme bien con ese disco, Tadaima. Lo mismo con Granola de 1987. Este año tuvo la peculiaridad que por primera vez me aventé a probar suerte confeccionando ropa (soy costurero frustrado), así que en una larga y paciente noche cosiendo mangas se me ocurrió tratar de hacer las paces con esos discos y probar suerte con otros nuevos, como el curioso Honto no kimochi de 2004 o el adorable Oesu oesu de dos décadas antes. Pero cuando encontré Good evening Tokyo me emocioné, porque Yano en vivo es brutal. Cuando a mitad del disco suena Watashitachi te quedas helado, y cuando casi al final escuchas las primeras notas de Ooki ai (mi canción favorita, de la que jamás me voy a cansar de aclarar que significa 'gran amor') tienes que contenerte para no aplicar la ñera de gritar “¡Uuuuuhhh!” en tu habitación como quien irrumpe un silencio entre canciones en una sala de conciertos. No es el disco más indicado para comenzar con Yano si lo que más te gusta es la pulcritud de sus arreglos (que fue como comencé yo después de descubrir Un jour en Tumblr), pero si lo que más disfrutas es la energía de un intérprete brillando rabiosamente en su medio, sin competencia alguna, Good evening Tokyo es ideal.





Restaurant, Jumbo, 1999

Corría el año 1999. Tenía 16 años y no sabía lo que iba a hacer. La huelga de la UNAM eran unas vacaciones largas con las que el mundo me compensaba mis 12 años como estudiante uniformado. Pasaba el día entero destruyendo con convicción cada neurona a mi disposición postrado frente a la tele. MTV acababa de sufrir una reestructura de la que jamás se repondría: había cambiado su programación mexicana por la versión latina que incluía… bueno, cosas latinas, calientes, poco elegantes. Una mañana, de la nada, empieza un video en el que un sujeto cae de un árbol. La banda canta en español pero los pesados rifs no acusaban la importación pobre del rock del gabacho que acusan tantas bandas mexicanas. La canción, de menos de tres minutos, se llamaba Monotransistor y el grupo, del que nadie había escuchado antes, Jumbo. Meses después un par de canciones más suaves prueban suerte entre videos de Ricky Martin y Shakira, Siento que y Fotografía, que tendrán aire a lo largo del 2000. Para el año siguiente hay otro disco y Jumbo es un nombre relativamente frecuente en conciertos y programas musicales juveniles, pero hasta ahí.


¿Por qué la historia no tiene una memoria más justa de Restaurant? Que nuestro rock nacional era un nido unidimensional de víboras en ese entonces lo sabe todo el mundo. Parecía que no podían existir tres bandas de distintos géneros porque era demasiado confuso para el escucha promedio, y ni qué decir del periodista (por llamarles de algún modo a los que engrosaban las columnas de La Mosca). Y que el trancazo que recibiría del ska sería devastador nadie lo niega, pero la solidez de Restaurant es rara. La música es impecable. ¿Que quizá toma un poco de más del hard rock gringo? Sí, bueno, ¿pero quién no? Las canciones eran en español y en vez de los tristes lugares comunes de tantos baluartes de la lírica mexicana (que me muero por ti mi vida que me muero por ti mi amor) Restaurant estaba escrito en una asociación libre de lo más fresca y fluida. Con apenas dos o tres escuchas de canciones como Dulceácido o Nova ya te descubrías coreándolas, acogiendo el poco sentido que dejaban a la vista.


Alcalina

Se te acaba

Vives un submundo general

Nicotina

Te quema el alma

Respiras el aire como si se fuera a terminar

Ya sabes

Ya sabes




Todos creen que saben

Cuándo se va a terminar

Y que el dolor se convierta en flor

Mientras piensas en estar y no estás en paz

 

¿Qué importaba? No todo tiene que ser Detrás de los cerros. Qué increíble que una canción te agarre por ahí con esa contundencia. Restaurant está lleno de canciones así. No tiene un desliz o una mácula o un coqueteo desafortunado con un estilo musical sacado de la manga. Todo está en su sitio. Es una especie de Nevermind en la historia del rock pop mexicano. 

 

Sol eléctrico

Dilata

Todo lo veo amarillo

La tarde lenta

Se pasa

No quiero ser olvidado aquí

Después de escuchar este disco entero más de veinte años después de solo conocer sus sencillos pensé que habría una gran relatoría detrás suyo, que habría voces hablando de él, que habría una especie de historia local, como cuando investigas algo en Wikipedia y descubres que eso que encontraste de casualidad debajo de una piedra resulta ser de culto, pero parece que tal y como se extinguió con su tiempo al aire, así se borró de la memoria. Y no lo entiendo. Este disco, de este tamaño, tendría que cargar más historias consigo. Sospecho que tarde o temprano va a ser redescubierto con todo y que el rock no podría estar más muerto. Tal vez en un futuro el rock regrese arrastrándose a la fiesta a la que un día dejó de estar invitado, pidiendo permiso para entrar por la cocina y comerse un hot dog en un plato de unicel sin molestar a nadie. Y si eso pasa, tal vez Restaurant servirá como ariete para irrumpir en la sala.


¿No adoran estas analogías? Yo sí.

 

 

 

La mejor canción que escuché en 2022

 

 

 

 

 

La mejor serie de animación que vi en 2022



Super cub, Studio Kai, 2021

Una muchacha huérfana, sin amigos y que vive de asistencia social descubre que un mundo totalmente distinto se le abre cuando adquiere una motocicleta Super cub en remate. Con cada aspecto nuevo de la conducción, aun si es algo tan simple como instalar un escudo para el viento, la realidad tan áspera en la que vivía sin esperanza poco a poco se va volviendo acogedora.




La gran virtud de Super cub es poder explotar un aspecto que ni las novelas ni el manga pueden por más buenas que sean: el tiempo. Su "acción" se desarrolla en los largos recorridos en medio del paisaje frío y en el espacio personal que solo puede construirse en el recorrido. Cuando Koguma, su protagonista, obtiene su cub y no puede evitar salir en medio de la noche con el tanque casi vacío, el anime logra crear esa sensación de tener el mundo para uno solo. Muchas de estas escenas son acompañadas por piezas para piano entre las que uno alcanza a escuchar a Satie y Debussy. 

 

Es decir, que se trata de una serie particularmente lenta y contemplativa acerca de esa fascinante cualidad que tiene el espacio para abrirnos a nosotros mismos. EnSuper cub, por supuesto, el paso de un paisaje a otro representa el paso a la edad adulta, encontrar tu lugar en el mundo. No es propiamente una película campestre donde no pasa nada, no es ese tipo de historia, uno incluso podría esperar un tono un poco más intimista. Hay una cierta joie de vivre, pero muy modesta, que se desenvuelve poco a poco. Super cub está ahí en medio, entre la reflexión y el goce de quien está descubriendo el mundo.


 

 


 

La mejor historieta que leí en 2022




 Imperio de las vírgenes, Kishi Torajiro, 17 volúmenes, 2010-hoy

 

Hay dos cosas que valen mucho la pena mencionar sobre Otome no teikoku.

La primera es que aparte de Mizuki Kawashita (Ichigo 100%, Hatsukoi Limited) o Kosuke Fujishima (Aah my goddess!) no veía cuerpos tan resueltos y adorables como estos, que desfilan en una historieta sobre jovencitas y sus respectivos devaneos amorosos entre ellas. Siempre he pensado que hay historias que se resuelven desde la anatomía. Los cuerpos cuentan cosas de manera distinta. En una historia sobre el florecimiento adolescente esto es innegable. Sin exageraciones ni desplantes técnicos, estos cuerpos expresan maravillosamente tanto inocencia como voluptuosidad, ambas necesarias para la profundidad y bobería que acompañan los flirteos entre colegialas.



La segunda cosa a mencionar es una evolución forma-contenido muy bella.

Otome no teikoku nació dejando poco o nada a la imaginación. Muchos de sus primeros capítulos eran deliberadamente gratuitos, aun si bellos. Por ende, el dibujo era algo agresivo, con muchos altocontrastes y expresiones que rebosaban cierta vulgaridad, además de volúmenes que expresaban perfectamente un tono lúbrico. Por ejemplo:




Pero un día, de repente, lo picante desapareció, seguramente a petición de los editores y la narrativa se enfocó en las relaciones entre las personajes. Con ello, las líneas se aligeraron, los tratamientos de los volúmenes se volvieron sutiles. El dibujo pasó de impactante a entrañable. Comparen estos pares de personajes, los mismos que los de arriba:






Respecto a su historia, Otome no teikoku más bien sigue múltiples narrativas entre un ejército de personajes, lo que ha permitido que en más de una década continúe sin terminar (o, de plano, sin empezar) nada. Si acaso una o dos historias parecen tener un sentido claro, pero de eso a que estén próximas a resolverse hay mucho trecho. Podría parecer un gesto ocioso extender una serie de viñetas sin culminación, pero personalmente creo que hacer eso con dibujo, generar una agradable y entretenida continuidad, es asombroso. ¿No es el reto del dibujo mismo, del acto de dibujar, prolongar una agradable y entretenida continuidad hasta el final?



No todo es perfecto, por supuesto. En años recientes, pese a que el dibujo de Torajiro sigue siendo análogo, por desgracia el trabajo de retoque digital ha hecho que sature exageradamente de semitonos que pueden terminar aplanando el dibujo, además de un aspecto cada vez más blando en los rostros de los personajes. No obstante, nada de eso le quita ni un poco del encanto a Otome no teikoku.


Puede leerse aquí.



 


 

La exposición más interesante que vi en 2022


Por desgracia este año no me encontré con una joya escondida en una sala vieja de un museo desconocido o en una galería instalada debajo de unas escaleras como en otros años. Incluso la exposición de calendarios japoneses que el Museo Nacional de las Culturas del Mundo tiene la fortuna de presentar año con año (no me la pierdo desde 2018) no tuvo su mejor versión: el 50% eran de paisajes, y muchos usaban las mismas fotos con diseño diferente, aunque eso no impidió que hubiera algunos simpatiquísimos como estos:

 


Dato curioso: lo que nosotros llamamos pez globo, en Japón se escribe "fugu", que utiliza los caracteres 河豚 es decir, "cerdo de río". Este es un "torafugu" (虎河豚), o sea, un pez globo tigre, es decir, un "cerdo de río tigre" 

 



 

 

No obstante, sí pude ver esta fotografía genial en una expo a principios de año.

 

Ritta Trejo, Inframundo, 2022


Desde que "aprendí a ver foto" hace unos pocos años he tratado de ver tanta como me es posible todos los días. Antes veía fotografías y no sabía qué debía ver en ellas, pensaba que tenían un retruécano, como buena parte del arte que consumía, y por supuesto que no lo encontraba. Ahora siento como si tuviera ojos nuevos. Y afortunadamente los tuve para ver estas fotos.

Ver esta pieza en persona y un par de series más de Ritta que desde hacía tiempo tenía curiosidad por conocer fue la experiencia que más disfruté viendo arte este año. Sus series sobre circos y estructuras industriales traen a la mente una nostalgia y calidez entrañables aun si (o precisamente por) se trata de espacios que evidentemente están en un lento proceso de olvido o abandono. De estas dos me fascina lo mucho que sugieren y que no revelan. Además, su formato te ofrece una cantidad de espacio con la que tal vez no sabes qué hacer, son fotos grandes. Creo que prepara una especie de terreno desconocido donde no saber es deseable, justo lo que mencionaba más arriba, conectar a través del misterio.  

 

 





 

El objeto más interesante que conocí en 2022



Este pin bellísimo de Apparel K de su nueva colección Versagi (gracias, Gilberto). Esta idea nació hace algunos años con una camiseta y actualmente es toda una serie que incluye una camisa que ha sido una sensación (¡vuelan!). Es un pequeño medallón de unos 4cm de diámetro pero tiene una presencia genial, en especial si lo usas sobre un suéter. Pueden comprar el suyo haciendo click aquí o, mejor aun, sigan a Apparel kei para saber dónde se presentará en 2023.

 

 

 

 

Dos libros que antes no existían y que en 2022 ya por fin existieron


De casualidad, otras dos buenas noticias relacionadas con libros se dieron en 2022.




La primera tiene que ver con un libro que leí el año pasado: Plato's cave, Rothko's chapel, Lincoln's profile de Mike Kelley. Ya hablé sobre él precisamente en mi reseña del año anterior, pero va una sinopsis breve: es el libro escrito por un artista más estimulante y alucinante que he leído (aunque por lo regular los libros escritos por artistas no se desgreñan mucho). Está escrito en un estilo demencial entre la asociación libre y la incantación. Los "temas" del libro servirían de material para dos performances, uno del mismo nombre y otro hecho para radio titulado The peristaltic airwaves, ambos grabados en un mismo disco y que constituyen el único registro de los desconcertantes performances de Kelley durante los ochenta. Nunca quiso grabarlos porque decía que lo que le interesaba era el ritmo de las palabras, confundir al espectador, y con una grabación el público terminaría escarbando en busca de significados.

Otra cosa de la que también he hablado antes es que uno de mis pasatiempos es traducir al español libros de arte que jamás van a llegar aquí o que de plano están descontinuados. La historia es muy larga, así que de momento valga decir que a la fecha llevo seis. Todos pueden bajarse gratis, resubirse, imprimirse e impregnarse con drogas para ser repartidos afuera de las escuelas. O lo que ustedes quieran. Los consiguen en traduccionesnacionales.blogspot.com

Traducir libros es un vicio improductivo, ya no iba a seguir, pero este de Kelley (que además fue un milagro que cayera en mis manos) pedía a gritos ser traducido. ¿Cómo sonaría en español? ¿Perdería algo de su violencia o ganaría un poco más? Valga decir que traducir a Kelley es un martirio. Su prosa es de lo más fluida, llena de juegos de palabras gringos imposibles de traducir y referencias a la cultura estadounidense. Poco a poco lo estuve despachando a lo largo del año, y pues la cosa es que me da mucho gusto que haya quedado por fin, porque es un libro que me emociona cada vez que lo leo. No se parece a nada que hayan leído antes. Ah, y como apunte: si lo leen, procuren hacerlo en pares de páginas y no una por una, que es como está editado el original.

Pueden descargarlo aquí.




La segunda buena noticia relacionada con libros es algo que había tenido dando vueltas en la cabeza por un buen rato y finalmente tomó forma.



¿Conocen los volúmenes semanales en los que se publican las historietas en Japón? Son revistas tabique de 600 a 800 páginas con hasta 20 series, además de otra información miscelánea como entrevistas, reportajes, noticias de próximos lanzamientos y, por supuesto, señoritas en muy conveniente levedad de ropa. Si los han visto alguna vez no se les habrán borrado de la memoria: son unas publicaciones monstruosas, bellísimas, con portadas de diseño abigarrado y lleno de colores. Incluso los cantos relucen, pues aunque se imprimen en papel barato suelen ser multicolor para darle variedad a los cientos de páginas.

 

Por años estas revistas me han fascinado. No necesitas tener una en tus manos para imaginar lo fascinante que debe ser hojear un ejemplar de estos y saber que siempre vas a encontrar algo que no habías notado antes. En general siempre me han vuelto loco los libros muy, muy grandes y eventualmente empecé a ponderar la posibilidad de hacerlos yo, no necesariamente como piezas, así que no necesitaba producir sus páginas yo mismo. Empecé a imaginar un libro gigante lleno de contenidos al azar, hecho para hojear y no para leer, compuesto de todo tipo de publicaciones. La labor de recolección fue titánica (gracias, compadrito chulo De La O, por devolverme mis Baby Baby Baby, ya luego me desquito con el diablo) y resultó esto: 


 


Más de 1,400 páginas de libros de arte, catálogos, revistas de cocina, música, juveniles, manga y papelería variada. Me gusta pensar que es como un libro de mesa de centro o una biblia que tienes en la esquina del escritorio que puedes consultar sin cansarte porque siempre hay algo nuevo que encontrarle. Y que incluso si no lo abres, la visión de este tomo (que perfectamente califica de arma blanca, está empastado Y cosido) es suficiente para estimular tu imaginación. No me canso de verlo, y creo que todos deberíamos tener al menos un libro así con nosotros.

He aquí unas cuantas vistas del interior:



































Pero eso no es todo: desde que en el lejano 2009 viera a lo Elso pidiéndole a Steven Stapleton, líder de Nurse with Wound que le autografiara un libro de Chesterton me ha fascinado la idea de "equipar" con autógrafos a algunos libros, especialmente si no tienen ninguna relación con el firmante, así que le pedí a mi ídolo y leyenda de la locución deportiva, Pepe Segarra, que estampara su rúbrica en mi adefesio editorial y el famosísimo padresanto aceptó muy amable (gracias, Pepillo), con lo que por fin quedó completo:

 



La experiencia de producir estos libros es fabulosa (aunque es una friega). No tiene comparación. ¿A qué otro objeto se le parece? Imagínate tener un libro que contenga todos los fragmentos de interés que se van acumulando en tu día a día. El último cuento que te conmovió, las imágenes que salvaste en tu celular sin motivo alguno, fotografías, historietas, obras de arte, citas, fotos viejas encontradas, anuncios de hace treinta años, letras de canciones y tablaturas, una nota del periódico sobre los gnomos de jardín en Francia, mail de spam… absolutamente lo que sea. 

En el pasado los esfuerzos de nuestra especie más cercanos al futuro no estaban en los satélites ni en las computadoras, sino en las revistas. ¿Recuerdas esa sensación de ver la portada más reciente en el anaquel de Sanborns, abrirla y ver imágenes completamente nuevas entre los arreglos de diseño editorial más chundos? Creo que es uno de los logros más entrañables de nuestra especie, la capacidad de compartir el futuro con otros en pequeños fragmentos mensuales o quincenales. Lo sé porque las revistas viejas aún conservan esa fuerza. Hojea una ERES de 1993 o un fanzine de anime hecho con los pies como Domo o Monos y Pelotas de 1998 y pese a que su información ya no tiene ninguna utilidad y sus columnas son quasi ilegibles tienen un brillo que no vas a encontrar más. Por desgracia las revistas hoy no podrían estar más muertas y quizá las últimas que aún funcionan bajo ese cometido elemental sean las revistas de nichos que se resisten al paso del tiempo, como una revista de galleros que hace algunos años veía cuando pasaba frente a un puesto de revistas a la salida de metro Zapata que lamentablemente no sobrevivió al SARS-COV-2. Imagínate que un día las revistas volvieran, pero esta vez ya no bajo la insoportable lógica de proveer información nueva o relevante sino como amasijos de imágenes y textos sin explicación, sin diseño, sin línea editorial, o en retículas interminables o encimadas en collages y arreglos tipográficos caóticos. Revistas antieléctricas. Roni Horn decía que los libros no son site specific, no necesitan instalación, tienen una naturaleza particular que irrumpe en la vida de las personas y crean su propia experiencia. ¿Por qué no hay más personas a lo largo del planeta fabricando objetos así? ¿Por qué no parecen necesitarlos? Yo los necesito, así que si tienen una torre de revistas y libros en casa que solo están estorbando, avísenme y un servidor con gusto se las quita de encima. 

En fin. Poco después probé suerte con varios volúmenes de manga que compré por centavos en los remates del Comicastle y quedó este otro bodoque: 1,350 páginas, más de 10cm de canto.




En una especie de experimento, compartí fotos de éste en un grupo de Facebook de enfermos de comprar manga y, sorpresivamente, casi todos agarraron la onda. Es raza que se pone loca si un volumen no tiene camisa de papel brillante, así que si incluso ellos dijeron compartir esa misma curiosidad sin importarles que se haya despanzurrado una veintena de libros, quiero pensar que no soy solo yo. 

 



 

 

Insisto: todos deberíamos tener un libro así. 

Y también creo que otros mundos editoriales (por ejemplo, el de los libros de arte) podrían aprender un poco de estas publicaciones. Destruyendo libros para esto descubrí que un catálogo de una expo que ya era un esperpento en sí mismo tenía el 10% de sus páginas en blanco por motivos de diseño. DIEZ POR CIENTO. Una de cada diez páginas no tenía nada y solo para conservar una elegancia de diseño que no salva a un proyecto horrendo que ni siquiera debió ser. El mundo de las publicaciones de arte está repleto de cosas así: libros caros, muy cuidados pero solo un poco menos aburridos que un folleto de ofertas de El Zorro Abarrotero. Y lo peor es que cuando se deschongan y hacen zines y libros diy resultan unas cosas de la peor calidad imaginable e igual de aburridos y caros. Quiero libros que pesen, que te reten, que pongan el desorden, que raspen, que sean un problema o, como leí por ahí que según dijo Richard Prince: “quiero el libro que sueña.


¿Ves? Otra vez los sueños…